Petro debe sanar
A veces me pregunto si tanta mención al amor, a la belleza y a la vida no serán maneras de conjurar el resentimiento con el que han gobernado el presidente y su séquito

Voté por Gustavo Petro embriagada de ilusión, contagiada por sus promesas de cambio, por su discurso de amor a los pobres y a la naturaleza, por su clamor de justicia social y por el pacto que suscribimos juntos, tras mi elección como senadora, para sacar a los animales de la miseria. Petro pareció entender y aceptar mis planteamientos de que no es posible lograr la paz mientras haya violencia contra los seres más indefensos, y que el Estado, para ser justo, debe superar el olvido en el que ha mantenido a las criaturas más frágiles de nuestra sociedad. Recuerdo que rematamos la firma con un abrazo y con el corazón hecho a dos manos que signó su campaña como símbolo del amor.
Hoy, finalizada la penúltima legislatura del Congreso y con un país tomado por el miedo, el recelo y los odios, puedo afirmar, porque lo he padecido, que ese amor verborreico de Petro y de buena parte de su bancada se transformó en rabia, en desvarío, en desconfianza y en peligrosos e injustos señalamientos a quienes osamos diferir de sus actuaciones.
A veces me pregunto si tanta mención al amor, a la belleza y a la vida —palabras que Petro convirtió en consignas políticas: “el país de la belleza”, “la potencia mundial de la vida”, “la política del amor”— o si ese constante llamamiento a conciertos de la esperanza y a pactos por la paz no serán maneras de conjurar el resentimiento con el que han gobernado él y su séquito.
Hay que ver la ligereza con la que nos tildan de traidores a quienes, pese a apoyar las reformas, disentimos en algo; cómo intentan hundir o apropiarse de proyectos de ley de congresistas que, por cualquier razón, incomodamos; cómo enfilan las bodegas rabiosas contra quienes no nos comportamos de manera sectaria; cómo calumnian a quienes no actuamos con obediencia y sostienen sus mentiras con actitud patológica; o cómo demonizan a los opositores, mientras, patrióticamente, invocan la democracia. Aterra. Decepciona. Entristece.
Los psicólogos llamamos formación reactiva a un mecanismo de defensa que consiste en expresar exageradamente emociones contrarias a las que se experimentan en realidad. Por ejemplo, si se siente rencor se hace alarde de exacerbada simpatía. Sin embargo, la emoción genuina termina por aflorar, generalmente, de maneras extremas y lesivas. La cuestión es que este fenómeno también puede presentarse en formaciones colectivas, entre personas que se juntan movidas por los mismos afectos. En ambos casos, el trabajo consiste en reconocer las heridas, aceptarlas, sanarlas y hacerse una vida amable para sí mismo y para los demás.
Hay mucho de esto en la emoción que lleva a Petro y a su congregación a comportarse con tanta agresividad y a vociferar “libertad o muerte” como si fuera una consigna candorosa, desprovista de furia destructiva, mientras señalan a quienes, según ellos, son los enemigos de “el pueblo”. Además, tanta hostilidad y tanto resquemor no son sanos para gobernar; todo lo contrario, acrecientan las resistencias a los cambios por los que millones votamos.
Si algo he aprendido en mi lucha de años por los derechos de los animales —una causa profundamente revolucionaria, pues busca desmontar un sistema de opresión útil a las mayorías, cuyas víctimas, además, no pueden sublevarse— es que la determinación, propia del guerrero, es compatible con la benignidad de las acciones y de las palabras.
Petro y su militancia, valiosa para Colombia, deben sanar. De lo contrario, seguirán arrasando como un torbellino que, al final, se desvanecerá dejando desolación y desesperanza. Pero Petro aún tiene la oportunidad de concretar su legado —las reformas sociales— y anteponerlo al discurso guerrerista que lo tiene enceguecido y desorientado, por el cual sería lamentable recordarlo. Ojalá este último año él y su bancada depongan las armas y, con actitud fraterna, nos permitan ayudar.
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