El victimista
El poder requiere de mucha entereza y capacidad de asumir responsabilidades. Y, como en las carreteras, los conductores deben responder por sus infracciones

Gustavo Petro se está pareciendo a Nicolás Maduro. Pero no en lo que algunos creen. No, al menos, en esa pequeñez sobredimensionada que es la ideología, cuyo conjunto de ideas fundamentales es plastilina en manos de los ególatras. Tampoco en su carácter de progresistas, porque el concepto de progreso no puede asociarse con líderes que, como Maduro, caminan hacia atrás diciendo que van para adelante.
El parecido no debe buscarse tampoco en el castrochavismo, porque Castro y Chávez fueron amortajados en sus chaladuras, y lo que ahora hay de ellos es un pastiche al acomodo de nuevas agendas personales. Idearios que solo mantienen un punto en común con los delirios de Fidel y Hugo: nos los siguen disfrazando como “la voluntad del pueblo”.
¿En qué pueden coincidir, entonces, un tipo de profundas lecturas, como Petro, con Maduro, un obtuso al que se le dificulta leer las instrucciones de un radio de pilas? Respuesta: en una condición que se conoce como victimismo. El victimismo es un trastorno paranoide que lleva a quien lo padece a asumir un permanente rol de víctima. Eso le permite trasladar la responsabilidad de sus acciones a los demás y, de paso, granjearse compasión y apoyo.
El victimista no reconoce la realidad: la acomoda, de manera tal que sus falencias y errores parezcan producto de circunstancias o acciones ajenas. Tal condición va por lo general acompañada, como consta en la profusa literatura que hay al respecto, por episodios de ira, revanchismo y resentimiento.
El victimista es un odiador por naturaleza y, en tal sentido, reacciona de manera agresiva frente a declaraciones públicas, no solo de crítica, sino de amor y sumisión. En el fondo, el victimista no ama. Amar es una peligrosa forma de debilidad; amar es ponerse en manos de los demás.
La mente del paranoide pasa fácilmente del “no me saben amar” al “quieren acabar conmigo”, sobre todo si la persona tiene poder. Por ello Maduro lleva años viendo atentados y conspiraciones en cada esquina. Y, sin embargo, no tuvo figuración en el top five de líderes objeto de intento de asesinato que hizo público World of Stadistics: Yasser Arafat (13), Charles de Gaulle (31), Adolf Hitler (42), Zog I (55) y, en el número uno, el gran héroe de Maduro, Fidel Castro (638).
A Castro trataron de matarlo con ineficiencia, pero creatividad: veneno en el café, francotiradores camuflados, bombas en los zapatos, tabacos con toxinas, bolas de béisbol explosivas… Maduro (y solo por cuestiones de la tecnología del momento) lo ha superado, al incluir a los drones en la lista de fórmulas para privar a Venezuela de su redentor.
Petro y Maduro coinciden en que son blanco permanente de tratativas de derrocamiento. Piensan que, si se descuidan, los va a defenestrar o sacar a rastras de esos fríos palacios en los que viven, aburridos, solo para servir a su “pueblo”.
Comprendería uno que alguien con la memez de Maduro sugiera tales sandeces sobre intentonas golpistas, pero no se entiende por qué Petro comienza a recorrer esos sinuosos senderos. Y señalando a quienes ni pueden ni quieren. Sin ánimo de desestimar el carácter del meritorio Bruce Mac Master, el empresario no podría tumbar ni diez fichas de dominó en línea. Y el petulante cascarrabias que toda la vida ha sido Álvaro Leyva lo único que ha logrado tumbar es el respeto que algunos aún le prodigaban.
Colombia, a pesar de los fanáticos del mesianismo, es una democracia. Tan valiosa, que los misiles que a diario impactan en las instituciones, y en la propia Constitución, no logran derribarla, cual muro de Berlín (cuya caída tanto lamentó el presidente, de visita en Alemania, para sorpresa del público en la Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung).
En nuestra democracia no germina la idea de darle al presidente Petro los golpes con que él se victimiza. Como ya se ha dicho, es todo lo contrario: tirios y troyanos quieren que Petro acabe su presidencia.
***
Retaguardia. Qué ironía: ¡tanto amar a Bolívar para terminar maltratando al Bolívar tocayo! Solo faltó cruzarle el corazón con la manoseada espada. Escribió Mario Jursich. “Sí, a lo mejor es imposible hacer política sin recurrir a símbolos. Pero si se debe escoger uno —y solo uno— en un país tan devastado por la violencia como Colombia, claramente habría que optar por el Monumento al Abrazo de Santa Ana, en vez de por la espada de Bolívar”. Saben ustedes quiénes se abrazan en este monumento, ¿cierto?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.