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La violencia sexual contra las trabajadoras domésticas, un capítulo oculto de la historia colombiana

Pese a la falta de documentos, el tabú y el miedo a denunciar, entre las mujeres del gremio circulan las narraciones de abuso

Trabajadoras domésticas en la plaza de Bolívar, en Bogotá, Colombia, el 29 de marzo de 2023
Emma Jaramillo Bernat

Todo puede pasar en la soledad de las casas. Bajo la superficie, se esconden secretos familiares que han acumulado polvo durante décadas. Entre ellos, la violencia sexual contra las trabajadoras domésticas. “Es un tema muy espinoso”, comenta Claribed Palacios, presidenta de la Unión de trabajadoras afrocolombianas del servicio doméstico (UTRASD). Estos actos siguen rodeados de un “hermetismo total”, cuenta la líder sindical. En la mayoría de los casos, las víctimas nunca denunciaron, de modo que no ha quedado registro alguno. “Para que las mujeres lleguen al punto de verbalizar su padecimiento, tienen que haber pasado por muchos procesos de acompañamiento”, explica. Sin embargo, por los relatos de quienes se han atrevido a hablar, en el gremio sostienen que estos abusos no solo ocurrieron sino que, aunque en menor medida, se siguen presentando.

Las historias circulan entre ellas, como un eco: la mujer que trabajaba en una casa y quedó embarazada de su empleador, a la que su jefe tocaba a su puerta a medianoche, la que nunca se atrevió a reclamar la paternidad de sus hijos e, incluso, aquella que se quedó trabajando en la misma familia, “y ya muere ahí, o la echan a la calle”. “Los casos están impunes y no salen a la luz, ¿por qué? Porque ellos tienen el poder. Entonces, hay amenazas, miedo”, explica María Roa, secretaria general del sindicato. Otras no denuncian por agradecimiento, porque “aquí me sostuvieron mi hijo, porque hay algunas que se enamoran”.

Los relatos parecen sacados de una telenovela, el formato latinoamericano por excelencia que, junto con la literatura, y a falta de un registro más formal, ha sabido dar cuenta de este fenómeno histórico. Grandes obras de las letras del continente tienen como tema subyacente las relaciones de subordinación entre patrón y servidumbre. Este domingo, de José Donoso, es el que quizá lo aborda de manera más clara, pero también está en la trama de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y en Memorias por correspondencia, de Emma Reyes; textos que reflejan una sociedad colonial y patriarcal, y en los que la familia es el espacio en el que viven los silencios, como lo retrata la escritora colombiana Mónica Roa en Elefantes en la sala.

En Colombia, el tema emergió en el debate público luego de que, el 8 de marzo, un grupo de mujeres quemara y pintara una estatua de Luis Carlos Galán, asesinado por narcotraficantes en 1989 y considerado uno de los mártires de la política nacional. Las manifestantes recordaron que el político tuvo una relación con una trabajadora de su casa, de la que nació un hijo que tardó en reconocer como suyo. Un caso puntual con sus propios rasgos, pero que recuerda un fenómeno más amplio y en muchas ocasiones, más violento.

Desde el sindicato consideran que estos abusos son la huella de una sociedad esclavista. En ello coincide Valentina Montoya, doctora en Derecho de la Universidad de Harvard e investigadora de la Unidad de Estudios de Transporte de la Universidad de Oxford. “En el fondo, la esclava sexual era la misma esclava doméstica”, comenta. “Lo que se buscaba al final era que los esclavos produjeran hijos, porque eran dinero”. Para entender a las víctimas, añade, “hay que hablar de supervivencia. Cuando todo el tiempo estás pensando cómo llevarle comida a tus hijos, aceptas muchas cosas”.

La académica recuerda un taller que realizó UTRASD en 2017, en el que hablaron de violencia sexual, un tema que sigue siendo tabú incluso en estas reuniones, que se centran en los derechos laborales. Allí, lanzaron una pregunta al aire: “¿Cuántas de ustedes han sufrido violencia sexual dentro de las casas?”. Eran 19 mujeres, y 13 levantaron la mano, rememora. “Sé lo que ellas me contaron: ‘Me sacaron de la casa porque la patrona dijo que yo era muy bonita y me estaban echando el ojo”.

La organización Hablemos del trabajo doméstico, que desde el 2011 busca promover la formalización de esos empleos, ha encontrado que la mayoría de trabajadoras domésticas dice que estaría dispuesta a supeditar derechos como el salario mínimo o su jornada a cambio de un buen trato. “Es algo sorprendente”, dice su directora, Andrea Londoño; “algo que no entendemos las personas que no hemos padecido estas afugias. Nos cuesta comprender cómo negociar salario por buen trato. Pero el que ellas lo mencionen significa que esto es apenas la punta del iceberg de lo que ocurre dentro de las casas”.

En esta labor, explica Londoño, las mujeres están en una particular situación de vulnerabilidad, incluso si viven en otro lugar. “Están completamente solas en las casas. Sus empleadores y empleadoras —nunca más volvieron a utilizar la palabra ‘patrón’— también están solos. No hay pares, no hay oficinas de recursos humanos”, explica. Y todos los demás, visitantes, niños, parientes, son sus superiores. “Esa soledad, que ha sido estudiada como una asimetría de poder, se traslada casi orgánicamente a los abusos sexuales y a la naturalización del cuerpo de la mujer como territorio de los deseos de los varones. Muchas veces con la anuencia o ceguera, por decir lo menos, de las otras personas de la casa. Esto ha venido desapareciendo, también porque antes no existía sanción social y hoy sí”.

Londoño está convencida de que una mayor regulación laboral disminuye los abusos sexuales, porque mejora el estatus de la empleada: “Ya no es esa mujer que viene a ayudar, la hija de los mayordomos, o con la que nos criamos jugando en la finca”. La trabajadora doméstica, que en muchas ocasiones proviene de una zona rural —incluso, como consecuencia del desplazamiento por el conflicto—, por años no fue vista como una empleada sino como alguien a quien la familia “ayudaba”, en una dinámica mediada por la religión católica. “Y lo que mandaba la cultura en ese momento era ser bueno con ella, ser buena cristiana, caritativa, generosa. Ser respetuosa, sí, pero no porque la trabajadora tuviera derechos”.

Sin embargo, la formalización está lejos de ser una realidad en Colombia, donde se estima que solo el 20% de las 900.000 mujeres que trabajan como empleadas domésticas está contratada con todas las prestaciones de ley. Desde el 2011, el dato solo ha avanzado en cinco puntos porcentuales. Las iniciativas para fortalecer la legislación tampoco prosperan. María Fernanda Carrascal, representante a la Cámara por el oficialista Pacto Histórico, presentó en 2023 un proyecto que buscaba, especialmente, permitir al Ministerio de Trabajo hacer inspecciones laborales en las residencias en casos de emergencia, incluso sin permiso previo de los dueños. Más de un año y medio después, no ha avanzado debido a que muchos congresistas se declaran impedidos por tener contratadas trabajadoras de la limpieza. Nunca se alcanza el quórum.

Montoya lleva más de diez años estudiando cómo, además de en las casas, ellas son quienes sufren mayor violencia sexual en el transporte público. “En el fondo, hay una desvalorización muy profunda de sí mismas, de lo que les toca aceptar en todos los espacios”, explica. Sin embargo, las entrevistadas identifican un cambio de mentalidad: las empleadas ahora conocen sus derechos. Sobre los eventos pasados, prefieren no actuar; los cuentan para desahogarse. “Aunque a partir de la fecha, si esto me vuelve a pasar, yo ya sé que los tengo que denunciar, que los tengo que enfrentar”, le han asegurado a María Roa.

La líder sindical, sin planearlo, se ha convertido en depositaria de muchas historias tristes. Recuerda a una trabajadora doméstica que era de su pueblo, que “el patrón abusaba, y ese día ella no quiso. Tuvo un accidente con él en el baño, forcejeando. Y él la mató. A los tres días su cuerpo seguía en el baño, pero no se podía denunciar, porque él tenía mucho poder, y fue en Bogotá. Eso no salió a la luz, porque el poder es grande. Es una brecha grandísima”. De lo que le pasó no hay registro. “Queda en la memoria de nosotras, pero no queda en el periódico, no queda en las instituciones, y debería estar ahí escrito”.

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Sobre la firma

Emma Jaramillo Bernat
Es periodista de la edición de El PAÍS en Colombia. Ha trabajado en 'El Tiempo', como editora web, y en la Agencia Anadolu, de Turquía, como jefe de corresponsales para Latinoamérica. Graduada de Comunicación Social de la Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra.
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