La intolerancia a las ideas es la puerta de la violencia política
Los asesinatos ideológicos que ocupan las primeras planas y los que no no son hechos aislados, sino una práctica persistente alimentada por la impunidad y por un clima de estigmatización que empieza con palabras de odio

La violencia política no es un fenómeno nuevo, pero hoy se extiende con una rapidez alarmante en el mundo y, de manera muy marcada, en nuestro hemisferio. Lo que comienza como insultos o amenazas en redes sociales—espacios que amplifican la hostilidad y normalizan el odio—termina muchas veces en agresiones físicas, atentados e incluso en crímenes. Esa intolerancia hacia los adversarios ideológicos debe entenderse no como “libre expresión” sino como peligro inminente a la sociedad.
El asesinato del activista republicano Charlie Kirk en Estados Unidos, pocos meses después del de la congresista demócrata Melissa Hortman y su esposo en Minnesota y del atentado a Josh Shapiro, el gobernador demócrata de Pennsylvania entre otros, muestran que la violencia no distingue ideologías ni partidos, ni en el país más rico y poderoso del mundo. Estos crímenes, perpetrados en contextos de profunda polarización, muestran cómo la confrontación política se ha degradado hasta convertirse en un juego de eliminación del contrario. Mucho se ha dicho sobre Charlie Kirk, unos lo admiraban y otros no lo querían. Pero la mayoría le reconoce que, a pesar de lo controversial de sus ideas, las presentaba y defendía en escenarios de diálogo, especialmente en las universidades, hablando con los jóvenes y provocándolos en muchos casos —siempre con las palabras— en sus reuniones que llamaba “prueben que me equivoco”.
Recientemente en Colombia, el asesinato del senador Miguel Uribe Turbay en un mitin político revive sombras antiguas, recordando lo frágil que sigue siendo el tejido democrático en contextos polarizados. En Brasil, el intento de asesinato contra Jair Bolsonaro en 2018 anticipó un fenómeno que no haría más que repetirse. En Ecuador, la violencia alcanzó su punto más dramático con el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio y del aspirante local Omar Menéndez, asesinado horas antes de unas elecciones. Lo mismo pasó en Estados Unidos, con el intento de asesinato contra Donald Trump en julio de 2024, durante un mitin en Pensilvania —en el que el expresidente resultó herido en la oreja, un asistente perdió la vida y varias personas más quedaron heridas—, junto con otro atentado frustrado meses después en Florida.
En otras latitudes también se observa esta peligrosa tendencia. Japón quedó conmocionado en 2022 con el asesinato del ex primer ministro Shinzo Abe, un crimen que sacudió la imagen de estabilidad de esa nación. En Europa, la violencia vinculada a la xenofobia y la inmigración se ha intensificado, con ataques contra comunidades migrantes y la aparición de discursos cada vez más radicales en escenarios políticos y mediáticos. Estos hechos muestran que la intolerancia y el odio no son patrimonio de un solo continente, sino un fenómeno global que erosiona las democracias y la convivencia social.
Pero quizá el rostro más persistente y menos visible de esta tragedia es el de las víctimas que no tienen exposición en sus países o a nivel internacional. En Colombia, los asesinatos de líderes sociales de diferentes corrientes se han vuelto sistemáticos. Desde 2016, más de 1.200 de ellos han perdido la vida, según la Defensoría del Pueblo y organizaciones como Human Rights Watch; al menos 683 solo entre 2022 y 2025. En 2022, la Defensoría reportó 215, la cifra más alta desde la paz de La Habana y el 2023 sumó 182; en 2024, Indepaz contabilizó 157 muertes, lo que equivale casi a un líder asesinado cada dos días; y hasta finales de julio de este año la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia reportó 129 denuncias, con lo que parece que la profundización de la violencia está rompiendo récords y este año será peor que el pasado.
Estas cifras dejan claro que no son hechos aislados, sino de una práctica persistente, alimentada por la impunidad y por un clima de estigmatización que empieza con palabras de odio.
La tragedia no se limita a Colombia. En 2024, según datos recopilados por Front Line Defenders y Global Witness, difundidos por Mongabay Latam, América Latina registró 257 asesinatos de defensores de derechos humanos, lo que equivale a cerca del 80% de los casos a nivel mundial. De acuerdo con el mismo informe, Colombia, México y Guatemala concentraron la mayoría de esas muertes, mientras que Brasil sigue apareciendo año tras año entre los países más afectados, especialmente en la región amazónica, donde confluyen intereses de minería ilegal, narcotráfico y deforestación.
La intolerancia frente a los contradictores ideológicos —sea verbal, digital o física— es absolutamente inaceptable. No admite justificación ni relativización. La violencia alcanza su punto más siniestro cuando no solo es tolerada por los líderes políticos, sino cuando es ejecutada directamente por el propio Estado. Como ocurre en la dictadura venezolana, donde la represión sistemática contra la oposición, las detenciones arbitrarias, las violaciones de derechos humanos y el amparo a grupos terroristas parecen haberse convertido en política oficial. Ese es el extremo más peligroso: cuando el aparato llamado a proteger a los ciudadanos se transforma en verdugo de quienes piensan distinto.
El mensaje debe ser inequívoco: los Estados tienen que aplicar toda la fuerza de la ley para defender a quienes participan en la vida pública con ideas, independientemente de que esas ideas generen acuerdo o desacuerdo. Esa es la esencia de la democracia. Defender la vida y el derecho a disentir no es un acto de generosidad: es la condición mínima para que la democracia no se convierta en una víctima más de la violencia.
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