Los demócratas se sumen en una contradicción por el despliegue del Ejército en Nuevo México
La gobernadora demócrata moviliza a la Guardia Nacional a la vez que su partido critica a los soldados enviados por Trump a las calles de Washington


Desde junio y sin hacer mucho ruido, en Albuquerque, la capital y mayor ciudad de Nuevo México, decenas de soldados de la Guardia Nacional escuchan las comunicaciones de la policía, vigilan cámaras de tráfico y ayudan a asegurar el perímetro de escenas del crimen. No son las tareas típicas de un cuerpo militar concebido como contingente local de fácil movilización y usualmente usado como fuerza de apoyo en catástrofes naturales o situaciones de emergencia, pero responden a una petición expresa de la policía local. Al mismo tiempo, en Washington D. C., la presencia de soldados de ese mismo cuerpo militar ordenada por el presidente Donald Trump la semana pasada para atajar una supuesta crisis de criminalidad ha suscitado fuertes críticas entre la oposición demócrata y también protestas por los ciudadanos de la capital del país.
El despliegue de entre 60 y 70 efectivos en Albuquerque fue originalmente solicitado expresamente en abril por la policía de la ciudad, que en una petición de emergencia señaló la “epidemia de fentanilo y el aumento de la violencia juvenil” como problemas críticos que requerían intervención inmediata. La gobernadora demócrata Michelle Lujan Grisham accedió a la petición, pero además, hace una semana, justo cuando llegaba la Guardia Nacional a Washington, firmó una declaración de estado de emergencia para el norte del Estado, lo que le permite movilizar más tropas en esa zona si fuera necesario.
El presidente Trump, en cambio, ordenó el envío de 800 soldados de la Guardia Nacional a la capital federal sin una petición previa de las autoridades locales, pero justificado en una crisis de seguridad que él repite, pero las estadísticas no secundan. Ante esa movilización de tropas y el intento de hacerse con el control directo de la policía local de Washington también, demócratas de todo el país denunciaron un uso de las tropas que consideran ilegal y peligroso. Las mismas críticas se hicieron cuando el republicano envió a miles de efectivos de la Guardia Nacional a California en junio, en el marco de las protestas en contra de su agenda migratoria.
Entre esas voces que han reprobado la acción unilateral del presidente en Washington, la gobernadora Grisham y el alcalde de Albuquerque la calificaron como un “exceso ejecutivo que sienta un precedente peligroso y socava la seguridad en la capital de la nación”. Y, anticipándose a quienes podrían señalarlos de hipocresía por haber hecho lo que ahora estaban criticando en el presidente, pusieron el foco en las diferencias entre ambas situaciones. “El contraste no podría ser más claro: mientras Trump utiliza a la Guardia Nacional para pisotear el liderazgo local, Nuevo México reúne a gobiernos locales y estatales para hacer nuestras comunidades realmente más seguras”, afirmaron.

El fiscal general de Washington, Brian Schwalb, por su parte ha dicho que considera la intervención de los militares innecesaria y ha señalado que el crimen en la capital ha caído a mínimos recientemente. Trump, sin embargo, ha sugerido extender la medida a otras grandes urbes demócratas, como Chicago, Nueva York y, de nuevo, Los Ángeles, pese a que los informes independientes también muestran descensos sostenidos de criminalidad en las tres durante 2025.
Una de las principales claves de la disputa está en quién controla a la Guardia Nacional. En cada Estado, los gobernadores actúan como comandantes en jefe de sus tropas, mientras que en el Distrito de Columbia esa autoridad recae directamente en el presidente. Esa diferencia jurídica explica por qué Trump pudo desplegar soldados en la capital sin una solicitud. Sin embargo, si declara un estado de emergencia, puede tomar el control de las tropas de la Guardia Nacional de un Estado dado, como hizo en Los Ángeles en junio.
A su vez, esto alimenta la controversia sobre el alcance de la Ley Posse Comitatus, que desde 1878 prohíbe al Ejército asumir funciones de policía interna. Este debate en particular ha llegado a los tribunales: una corte de California actualmente está analizando los argumentos sobre si el envío de soldados a Los Ángeles vulneró la ley, que también reserva la seguridad pública a los Estados, pero cuya redacción, como tantas leyes ambiguas en el sistema jurídico estadounidense, se presta a interpretaciones. Los más alarmistas ven en las acciones del presidente un precedente peligroso para que el Gobierno federal empiece a usar tropas para asuntos de seguridad local.
En Nuevo México, en consecuencia, la narrativa oficial busca marcar distancia de la orden de Trump en Washington. En comunicados y diferentes declaraciones a la prensa, las autoridades locales han insistido en que los efectivos desplegados en Albuquerque no patrullan con uniformes de camuflaje ni armamento, sino que están ataviados con polos, sin fusiles ni autoridad para detener a nadie. Su papel, aseguran, se limita a labores de apoyo: custodiar escenas de crimen, vigilar el tráfico o asistir en logística.
En Washington, el Gobierno federal ha dicho algo similar, pero las decenas de arrestos diarios desde la llegada de las tropas y la presencia de tanques y soldados con fusiles automáticos en las calles de la capital, encienden los nervios que las palabras tranquilizadores pretenden calmar.
Asimismo, si en Washington el recurso a la Guardia Nacional responde a una crisis de criminalidad a todas luces inventada, en Nuevo México, lo hace a una presión tangible y creciente. El condado de Río Arriba, recientemente declarado en emergencia, ostenta la tasa más alta de muertes por sobredosis de Nuevo México, y Albuquerque afronta un repunte de violencia juvenil ligado precisamente al tráfico de fentanilo.
En apariencia, los soldados que actualmente patrullan Washington y Albuquerque realizan tareas similares: hacen presencia en las calles, apoyan logísticamente a la policía local, y custodian espacios sensibles. No obstante, el contexto, los límites legales y la relación con las autoridades civiles locales marcan una distancia política que se ha convertido en una bandera partidista más.
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