María Antonia Cabrera, la socióloga que quiere fundar en Estados Unidos “el museo del socialismo cubano”
La también profesora tiene una colección de 10.000 objetos que salen de La Habana y aterrizan en su casa de Nueva Jersey, en un viaje de desarraigo y de no retorno, el mismo que hizo ella hace ya casi 20 años


María Antonia Cabrera Arús (La Habana, 1973) es una coleccionista y, por tanto, una “pedigüeña”. Una vez se atrevió a insinuarle a un cubano en Facebook que le regalara un par de tenis setenteros que el Gobierno de Fidel Castro distribuyó, hace más de tres décadas, entre los estudiantes de preuniversitarios internos, pero que el cubano conservaba no a modo de recuerdo, sino de supervivencia. No se le pide unos tenis a un cubano, en un país donde todo es poco, donde la ropa es poca, como es poca la comida o poca la luz. En ese gesto está toda la pasión de Cabrera, y en la respuesta del joven —quien le dijo que pasara a buscar los tenis a cambio de nada— toda la bondad de la gente anónima. “Siempre me conmueven esos gestos, sobre todo cuando se trata de desconocidos”, dice ella. Cabrera viene tejiendo esa especie de contrabando silencioso de bienes y recuerdos desde hace tiempo. La ha llevado a acumular unos 10.000 objetos, que salen de La Habana y aterrizan en su casa de Nueva Jersey, en un viaje de desarraigo y de no retorno, el mismo que hizo ella hace ya casi 20 años.
Cabrera —socióloga y profesora de la Universidad de Nueva York (NYU)— acapara libretas escolares, una trompeta soviética, la agenda de teléfonos de un emigrante cubano de los 60, el diario del multilaureado jazzista Paquito D’Rivera, el reloj con el que una madre contó sus contracciones antes del nacimiento de su primer hijo... Tiene juguetes, ropa, vajillas, diplomas, galardones escolares, una botella de Cacao Cubay, otra de Tropicola, pendientes, casetes y discos de vinilo, cajas de talco y envases de perfumes que ya casi nadie recuerda, que pertenecieron no solo a una época que no existe, sino a un país que dejó de ser. Son algo así como la herencia de un muerto, lo que abandonó en el escaparate o el armario.
Hay otros muchos objetos que la académica no tiene y moriría por atesorar: automóviles rusos de la marca Lada o Moskovich, un Fiat polaco, una guagua Girón, un carnet del Partido Comunista, un apartamento de microbrigada, un uniforme de nivel primario anterior a 1976 o un par de zapatos Primor, que en Cuba solo podían comprar las novias y quinceañeras.

Las formas de agenciarse los objetos han sido muchas. Algunas veces los compra —como el diario del soldado cubano de la guerra de Angola, que adquirió en Facebook, o la corbata del Movimiento 26 de julio, que pagó en eBay—, en ocasiones la gente se ofrece sola a regalarlos, en otras ella se acerca a los dueños. Esa ha sido la parte más difícil: “¿Cómo le dices a alguien que ha perdido a un ser querido que, si va a botar alguna de sus pertenencias, como casi siempre sucede, te las regale? ¿Cuándo es un buen momento para eso?”, se pregunta. “Lo que suelo hacer por estos días es pedir en las redes sociales. Si alguien publica una foto de un objeto que me interesa para la colección, le pido que me lo done. Casi siempre me dicen que sí. Hay muchas personas generosas”.
Otros objetos, dice, han sido “rescatados” de cajones, closets, barbacoas, escaparates, patios, basureros, y llegan a sus manos llenos de polvo y mugre. La mayoría son traslados de Cuba a Estados Unidos por personas que se ofrecen a brindarle un espacio en su maleta, amigos o conocidos que le cargan bultos de trastos, o los traslada ella misma en algunos de sus viajes de vuelta para visitar a la familia. Los aduaneros cubanos la han parado más de una vez en las instalaciones del aeropuerto José Martí, curiosos ante alguien que carga con las cosas que ya nadie quiere o usa. Luego ha llegado a aeropuertos como el John F. Kennedy de Nueva York, donde unos jóvenes le celebraron un maletín soviético, roto y oxidado, que llevaba consigo al hombro.
En la colección de Cabrera no cabe todo. Le ha dado forma, concepto, le ha puesto un pensamiento detrás. Colecciona los objetos de la Cuba que arranca en 1959, con la llegada de la Revolución al poder, y que termina en 1989, con la extinción de la Unión Soviética. Por tanto, su “muerto” es una Cuba de 30 años, demasiado joven para el tiempo humano, pero suficiente para el tiempo histórico, un periodo en que el país barrió con la presencia de los “gringos”, se declaró socialista, hizo sus primeras reformas y promesas, las traicionó también, se procuró a la URSS como su principal socio comercial y lo perdió después, arrastrándose así a una crisis que dura hasta hoy.
“Ese período es, desde el punto de vista de la cultura material, una suerte de paréntesis en la historia cubana”, dice la socióloga. “Si a mi abuelo le hubieran dicho en el año 1958 que en poco más de una década cambiaría el teléfono de su casa por uno de fabricación soviética, o que no encontraría piezas de repuesto para su televisor Philco o su automóvil Rambler, ambos fabricados en Estados Unidos, y que tendría que reemplazar el primero por uno de fabricación cubana y tecnología y piezas soviéticas, y vender el segundo, no sé qué hubiera pensado. Me preguntaba cómo indagar en los significados de las cosas que se habían utilizado en Cuba más de 30 años atrás, siendo una cubana que había emigrado a Nueva York”, cuenta.
El triunfo de la Revolución de 1959 transformó los hogares, la moda y las maneras del cubano, incluso antes de que Fidel Castro declarara el carácter socialista del sistema. “Las nociones de revolución, nacionalismo, pueblo y democracia articuladas desde los primeros meses de ese año fueron en su momento traducidas a la cultura material”, dice Cabrera. “Dichas ideas fueron plasmadas en pines, postales y calcomanías, y dieron lugar a la revalorización de piezas vestimentarias como en el caso del uniforme verde olivo que identificó a la guerrilla, el sombrero de yarey típico del campesinado, la clásica guayabera y los abrigos de piel típicos del gusto burgués”. Luego, la radicalización comunista, las nacionalizaciones de la industria y el comercio, la imposición de un sistema de racionamiento de compra y la politización de la vida, también condicionaron los objetos que componían el cuadro de la vida en la Isla.
Por tanto, los suyos son objetos que nunca fueron pensados y fabricados para permanecer donde hoy están, en el exilio, en Estados Unidos. Algunos son de fabricación nacional, otros llegaron a Cuba desde la URSS e inundaron las casas de los cubanos. Fueron adquiridos por los padres trabajadores, y conformaron la memoria de los hijos, en un país de ideología marxista-leninista, preparado y entrenado para rechazar todo lo que viniera del norte. A los objetos de Cabrera le ha sucedido como a gran parte del pueblo cubano y como a ella misma: fueron concebidos para existir en un lugar, y terminaron marchándose irremediablemente a otro.

Convencida de que entender la Cuba “revolucionaria, socialista, totalitaria, soviética o como quiera llamársele” pasa por entender su cultura material, Cabrera profesionalizó lo que primero fue la idea de una tesis doctoral. En 2012, hizo el blog Cuba Material, que luego se convertiría en el archivo digital online ArchCuS (Archive of Cuban Socialism), que ofrece acceso público y gratuito a su colección. Sus objetos acumulados en todo este tiempo también le dieron forma a la exposición Pioneros: Building Cuba’s Socialist Childhood, en 2015, y al libro El eco de las cosas: Los años ochenta en la colección Cuba Material, de este año. En algún momento aspira a tener un museo. No uno cualquiera, sino el museo del socialismo en Cuba.
Pregunta. ¿Qué significa sacar de Cuba y tener todos esos objetos en el exilio? ¿Es algo anacrónico o cobran acá otro sentido?
Respuesta. El hecho de que mi colección haya sido concebida fuera de Cuba le da un sentido que no hubiera tenido de haber existido allá. Un sentido que me gusta pensar que armoniza con la historia política reciente del país y su exilio. Creo que no hay paradoja en eso si vemos el marco capitalista en donde pude concebir la colección como el espacio donde más de dos millones de cubanos hemos podido realizar ambiciones profesionales y proyectos de vida que nos estaban vedados en Cuba.
P. Sus objetos hablan de un pasado al que la comunidad exiliada a veces no quiere mirar, pero al que usted regresa…
R. Conozco personas que se horrorizan con la idea de una colección de objetos pertenecientes a una época, un sistema político y un país del que salieron huyendo con apenas la ropa que llevaban puesta y de donde no se les permitió extraer ni siquiera sus fotos de boda. Yo no juzgo a nadie por sentirse así. Lo entiendo. Y siento pena por las circunstancias en que se vieron forzados a salir de Cuba. Mi esposo era un poco así. De hecho, me ha pedido que esconda toda imagen de Fidel Castro o Che Guevara que pueda haber en nuestra casa, ya sea en la carátula de un libro o en una calcomanía. Es lógico. Las circunstancias en las que él salió de Cuba no tienen nada que ver con las mías. Yo, además de separar el objeto de estudio de los valores que sostengo como persona, aprecio el diseño modernista. Si no tuviera ambiciones para la colección, no tendría reparos en adornar mi casa con algunos de sus objetos.
P. ¿Qué queda hoy de ese simbolismo o ideología en Cuba?
R. De la cultura material de las tres décadas que siguieron al triunfo revolucionario queda muchísimo en la Cuba de hoy: barrios enteros de edificios prefabricados, una libreta de abastecimiento para adquirir unos pocos productos alimenticios, infinidad de medallas y condecoraciones, diplomas, electrodomésticos de tecnología soviética, automóviles de fabricación soviética y polaca, que todavía circulan por las calles e incluso se venden a precios exorbitantes. Ahora bien, los significados que dicha materialidad genera en el presente no son los mismos evocados tres o seis décadas atrás. Los radios, los automóviles, los televisores, las batidoras que antes circularon como símbolos de una modernidad socialista alternativa e igualitaria, son ahora testimonio del fallo del modelo ideológico y momentos de promesas políticas muchas veces engañosas, además de irreales. En general, la pobreza generalizada y el estado ruinoso del patrimonio constructivo, el mobiliario y el espacio público (por no hablar de los cuerpos) de la Cuba de hoy son alegóricos del fracaso del modelo político ideológico, como también lo son los cada vez más impúdicos espacios de riqueza y privilegio.
P. Ha dicho que quiere fundar un museo del socialismo cubano en New Jersey. ¿Cómo sería?
R. Su germen está en ArchCuS, pero sería hermoso contar con uno de cemento y ladrillos (brick and mortar, dicen en inglés). Y para eso he venido trabajando. Los cubanos tenemos que conocer quiénes y cómo fuimos, para entender y reparar el daño que nos han infligido. Reconstruir el derrotero que nos condujo hasta la Cuba de hoy es fundamental para eso, y un museo de la materialidad que dio cabida, alentó, propició, impidió, legitimó, coartó muchas de las dinámicas que forman parte de dicho itinerario es fundamental. Los cubanos nos lo merecemos tanto como los alemanes y los checos. Me gustaría que dicho museo tuviera sus salas de exposición en un apartamento de un edificio habanero construido con tecnología prefabricada. Creo que esos apartamentos representan muy bien el quimérico discurso de igualdad, colectivismo y modernidad de la revolución y el régimen de socialismo del Estado cubano.
P. ¿Qué opina de abrirlo en Estados Unidos?
R. Cuba no es un lugar propicio para desarrollar proyectos autónomos, mucho menos si urden resonancias políticas. De modo que, por el momento, me parece bien hacerlo en Estados Unidos, que es en definitiva el lugar donde la comunidad diaspórica cubana había encontrado refugio y prosperidad, hasta este segundo mandato de Donald Trump. Hay también un factor de redención y de justicia en esto. Desde los años 70, el exilio cubano ha suplido con medicamentos, alimentos, ropa y zapatos a los residentes en la isla. Con el tiempo, y sobre todo a partir de los años 90, se ha convertido en columna vertebral de muchas economías familiares e incluso de la vida cotidiana del país. La contribución del exilio es vital hoy en ámbitos que van desde las telecomunicaciones hasta la educación y el turismo. Sin embargo, los dirigentes cubanos suelen tildar a quienes vivimos en Estados Unidos de “ex cubanos” o “mafia cubanoamericana”, entre otros vituperios, y nos mantienen privados de todo tipo de derecho político en el país donde nacimos y que en la práctica mantenemos. Que sea aquí, en el exilio, donde también se funde el museo del socialismo cubano, no debería de sorprender a nadie.
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