Mi gran boda gay
Nunca tuve en mente casarme, me parecía normativo e incluso retrógrado. El día que lo hice fue maravilloso y, aunque no me quiero divorciar, sí me volvería a casar


Nunca me quise casar. No era algo que me hubiese planteado. Mis padres, ambos heteros, nunca lo hicieron. De hecho, me parecía que tenía un toque no solo normativo, sino incluso retrógrado: ¡cómo iba a casarme antes que mis progenitores!
Sin embargo, en septiembre de 2024 me casé con maridito ante 220 invitados, en una finca a las afueras de Madrid —de donde somos y donde vivimos— decorada con flores, con fotos gigantes de escenas de nuestra vida juntos, con charanga, con una ceremonia en la que hablaron las amigas, con arras, con cortadores de jamón, opciones de comida vegana y piscina. La típica boda con la que nunca había soñado.
Jamás había visualizado la posibilidad de casarme porque esa posibilidad no existía. El matrimonio igualitario se aprobó en España en 2005, cuando yo ya superaba la veintena. Es decir, que no había referentes de parejas homosexuales tan visibles o tan consolidadas, por lo que era más complicado que esa realidad se convirtiera en un anhelo, en una mera posibilidad.
Desde jóvenes, algunos amigos y amigas tenían claro que su vida futura era no solo en pareja, sino que también implicaba bodorrio. Fui a las bodas de muchos de ellos —unos ya tienen hijos adolescentes, otros ya han pasado el divorcio, en algunos casos ambas afirmaciones son ciertas— y nunca aspiré a estar en su lugar. De hecho, he sido defensor de lo contrario. De ahí que no pudieran evitar su sorpresa al enterarse de nuestra boda. Más aún al ver que, desde el principio, cumplía todos los clichés.
(Siendo sinceros, es difícil buscar la singularidad en un hecho tan cotidiano y reiterado como casarse).

Cliché 1. De una boda sale otra boda.
El primer cliché que cumplimos fue el de la pedida. Alberto —maridito— quería casarse, pero no sabía cómo pedírselo a un soltero político. No se le ocurrió mejor manera de hacerlo que en la boda de nuestros amigos Gloria y Marcos, ante más de un centenar de invitados, con sorpresa, anillos, fotos y unos novios dándonos el relevo a otros. Fue una gran sorpresa, con besos, lágrimas, abrazos… y sudor frío. Fue bonito.
También algo inquietante: maridito no solo quería ejercer el derecho y que nos casáramos, sino también celebrarlo por todo lo alto. Quería una boda, boda; soñaba con una gran boda gay.
Cliché 2. Trajes de 1.500 euros.
Ante la evidencia de que íbamos a contraer matrimonio, hablamos de la ropa que íbamos a llevar. Del estilo, no de los trajes, pues decidimos —oh, sorpresa— que no nos los enseñaríamos hasta el día de la boda. Maridito optó por un elegante y azul traje Hackett, acompañado de unos zapatos Lottusse. En total, unos 1.000 euros.
Por mi parte, enseguida me di cuenta de que iba a necesitar un sastre. Hablé con mi gran amiga Jade, una referencia del buen gusto y el saber estar, que me puso en contacto con Vladimir Escobar Rocha, un sastre argentino que vive en Madrid y cuyo bisabuelo ya ejercía la profesión. “Di mi primera puntada con 9 años, Pablín”, me contaba. Vladimir se desempeña en una sastrería, pero también hace encargos personales.
Le propuse adaptar un conjunto del diseñador estadounidense Thom Browne, que el actor Oskar Isaac llevó a una Gala MET. (Mira, ya que me caso, lo hago como me apetece). Todo muy fino, elegante y original: más de 1.500 euros de traje. Lo acompañé de unas botas de Zara (de menos de 30 euros y adquiridas en rebajas que me quedaba sin presupuesto). Sublime y mundano.

Cliché 3. La ceremonia va a ser corta.
Aunque no queríamos aburrir a nuestros invitados con discursos eternos y repetitivos, la ceremonia acabó durando más de una hora. Nos encantó. Fue increíble, pero no solo para nosotros, sino también para los invitados (eso nos dijeron). La presentaron nuestros amigos Gala y Niko, que dieron paso a algunos de nuestros amigos. Hubo recuerdos y anécdotas, pero también política, reivindicación, lucha y legado.
Las palabras que fueron diciendo empezaron a dar sentido a un acto del que menos de un año antes yo no quería ni oír hablar. Cuando acabaron las intervenciones programadas, hubo una sorpresa. Dante, el hije de 14 años de nuestra amiga Cintia, sintió que tenía que decir algo. Se lo dijo a su madre, se acercó al atril desde el que Gala y Niko iban a casarnos, pidió la palabra y agarró el micro.
Este es un resumen de sus palabras: “Para mí sois los mejores tíos, de las personas más cercanas que he tenido en mi vida. Además, como soy parte de la comunidad LGTBIQ+, me ha ayudado mucho teneros. Y saber que en medio de una sociedad donde hay muchas cosas que se dan por hecho, yo tengo mi manera propia de sentir y de ser. Sois maravillosos, os quiero mucho y espero que estéis juntos siempre”.
Dos semanas antes de la boda, Dante no tenía claro si venir o no. Quería compartir con nosotros ese momento, pero no terminaba de encontrar una indumentaria con la que se sintiese bien, a gusto. -“Vente una tarde a casa y vemos algunas propuestas”, le dije. Aceptó un poco a regañadientes y esa misma tarde encontramos su outfit.
Dante pasó de no querer venir a tomar la palabra ante más de 200 personas, a convertirse en uno de los hitos de la celebración que nos hizo llorar a todos de alegría. Fue uno de los mejores momentos de nuestra boda.

Cliché 4. Algo sale regulero.
Para mí y para Alberto nuestra boda fue perfecta. Para nuestros invitados veganos y con celiaquía, también. Para los que eran más normativos con sus opciones alimentarias no tanto. El catering tuvo algunos errores de bulto. Nosotros no nos enteramos porque casi no comimos —en tu boda no comes, en ese momento solo te haces fotos y saludas a gente— y porque nuestros amigos nos lo ocultaron casi hasta que volvimos del viaje de novios. “Pues yo comí bien”, me decía mi padre cuando le comenté. Mi padre es un glotón, que hace años cambió el nocivo hábito de fumar por el menos nocivo de comer.
Cliché 5. Un día inolvidable.
Disfruté del día de nuestra boda. Me emocionó ver juntas a tantas personas que quiero y que han pasado por mi vida en diferentes momentos. Amigos, amigas, amigues con los que has ido forjando relaciones a lo largo de los años. Hubo charanga, nuestro baile de boda fue Yo quiero bailar de Sonia y Selena (antes de que tuvieran este momento revival), cortamos tarta con una espada y nos sentimos como Mickey y Minnie en Disneyland mientras nos hacíamos fotos con los invitados.
Nos faltó bañarnos en la piscina. Era septiembre y aunque había hecho calor los días anteriores (y lo siguió haciendo los posteriores), un frente gélido barrió nuestras posibilidades de baño.
Cuando acabó la sesión del Dj, nos fuimos a una carpa aledaña a la finca que nos habían preparado y con un altavoz continuamos la fiesta. El último autobús se fue a las 6 de la mañana y aún quedaba gente en la carpa, entre ellos mi padre -que aún seguía picoteando de la recena-, mis cuñados, mi prima, algunas de mis tías… Nosotros y nuestras familias dormíamos en la finca, mientras que los amigos que resistieron lo hacían en casas rurales de los alrededores.
Fue un día maravilloso.
El matrimonio igualitario ha sido un hito del activismo LGTBIQ+ y ejercerlo es mantenerlo vivo. “Casarse como marica o como bollera es absolutamente activista porque es decirle a la sociedad que somos iguales, que tenemos los mismos derechos”, me decía hace unas semanas Boti García Rodrigo, referencia absoluta en el activismo LGTBIQ+ español. Acababa de cumplir 80 años. “Luego ya puedes divorciarte, que es otra conquista social. Yo he usado ambos derechos”, añadía.
Yo espero no divorciarme. Pero casarme, me casaría otra vez.Y hasta aquí mi aportación a este boletín.

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