‘Noli me tangere’
“Los símbolos no se tocan, porque si eso ocurre se caen los cimientos que los sostienen”

El pasado 21 de junio fue el día más largo y la noche más corta del año. Y en un rincón de Sevilla lo fue aún más. Esta historia ya se ha contado y, además, muy bien, pero es irresistible, porque sabe a copla. En ella también hay algo de thriller: hay culpables, acusaciones e intrigas artístico-cofrades. Saben que me refiero al caso del rostro de la Macarena. Aquel sábado de calor extrema, nótese el femenino del término, miles de personas percibieron algo inapreciable para otros miles: la Esperanza Macarena tenía demasiadas pestañas. Su mirada, venerada por creyentes y no creyentes, se había visto alterada: había perdido tristeza. Como resultado de unas labores de restauración apresuradas, que debían haber sido de limpieza y conservación, la virgen apareció con la piel más clara, un óvalo diferente y, sobre todo, unas pestañas más espesas. La historia aún sigue en el aire porque no es una historia de pestañas, ni patrimonio de Sevilla. Siempre lo defendí, pero cuando escuché en una piscina de Toledo como, a voz de grito, una persona con acento castellano le preguntaba a otra “¿qué piensas de lo de las pestañas de la Macarena?”, lo confirmé. Habla de la identidad fortísima de una ciudad que empieza y termina en sí misma y de un rostro que sostiene, no solo fe, sino tradición, liturgias y muchas emociones. Habla de si las imágenes que nos cohesionan se pueden alterar y de qué ocurre cuando eso sucede. Nos estamos callando para no parecer frívolos en medio de este torbellino simbólico: hay que ver cómo cambian la expresión unas pestañas. Dicho queda.
Los símbolos no se tocan, porque si eso ocurre se caen los cimientos que los sostienen. Este debate, que sigo con devoción, no es baladí, porque habla de la eterna pugna entre lo divino y lo humano, sobre el mito y la realidad. Quien solo vea unas pestañas postizas o gente llorando en televisión se está perdiendo lo mejor.
Algo parecido, saltando de lo sagrado a lo profano, ha ocurrido con Nicole Kidman. La actriz ha aparecido sin peluca y con los rizos que tenía en Días de trueno y hemos respirado aliviados: así te conocimos Nicole por qué cambiaste. Así pensamos y pensamos mal, ella tiene derecho a hacer lo que le dé la real gana con su rostro y con su cuerpo. Cuando George Clooney se tiñó las canas para su papel de Edward R. Murrow en la obra de Broadway Good Night, and Good Luck nos sentimos traicionados; cómo se atrevía. Su imagen de galán clásico era firme y segura, nos daba paz saber que existía, cómo osa agitarnos. Jennifer Aniston siempre lo tuvo claro y lleva años sin cambiar de peinado. Cuando vemos que alguna estrella ha adelgazado de forma drástica nos subimos al púlpito moral y lanzamos la palabra Ozempic, como si quienes recurren a él tuvieran que permanecer con kilos que no quieren solo porque a nosotros nos resulte reconfortante. Qué fácil es criticar las cirugías cuando no somos nosotros quienes vivimos ante una cámara; quien sabe qué haríamos con nuestro rostro y cuerpo. Nos costó asumir que Pamela Anderson tenía derecho a ir por la vida con poco o ningún maquillaje y con ropa fluida: ¿qué queríamos?, que fuera todo el día correteando en bañador rojo.
Necesitamos ídolos o semiídolos con identidades firmes que no se restauren; como mucho, les permitimos que se conserven. Sentimos que deberían pedirnos permiso para cambiar en tiempos en los que todo se mueve. Que no nos los toquen. Ni siquiera una pestaña.
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