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La Macarena y el orgullo herido de Sevilla

La ciudad está conmocionada por la restauración fallida del rostro de su virgen más popular, uno de los símbolos de su identidad. Es como si la Giralda amaneciera una mañana pintada de colores, señala el antropólogo Isidoro Moreno

Imagen de Nuestra Señora de la Esperanza Macarena tras la actuación de mantenimiento y conservación, este miércoles. Foto: PACO PUENTES | Vídeo: EPV
Pablo Ordaz

Se trata de una persona experta —tal vez la que más— en restaurar obras de arte que a la vez son imágenes devocionales, pero dice que por ahora no quiere hablar de la restauración del rostro de la Macarena, y explica el motivo: “En este momento heriría a todo el mundo, porque mi estado es el de una persona rabiosa, dolida. Ha sido todo tan extraño, tan precipitado, que si me pusiera a despotricar no dejaría a nadie en pie”.

Es el estado de ánimo de la Sevilla que sabe y calla, aturdida todavía por el espectáculo, prácticamente retransmitido en directo, de la restauración apresurada, fallida, remendada, vuelta a remendar, del rostro de la Virgen de la Macarena, uno de los símbolos más queridos para los sevillanos que son creyentes y también para muchos que no lo son. Todos ellos pudieron comprobar, entre incrédulos e indignados, que la expresión de la Virgen de la Macarena había cambiado. Las pestañas, los párpados, el rostro en su conjunto no parecía el mismo.

La imagen de la Macarena, antes y después de su restauración.

“Tengo amigos ateos, pero ateos, ateos, que no faltan ni un año a su cita con la Macarena en la madrugada del Viernes Santo”, explica la periodista Charo Padilla, la única mujer que ha pronunciado el pregón de la Semana Santa de Sevilla. “No rezan, ni van a misa, pero esa noche se ponen en la misma esquina en la que sus madres los llevaban de la mano cuando eran pequeños, y se emocionan. No me gusta nada cómo se ha tratado este tema a nivel nacional. Nos tratan de fanáticos. Dicen: ‘Hay que ver cómo se han puesto por unas pestañas’. No, no es por unas pestañas, es por la mirada en la que están depositadas las oraciones de tus padres, tus recuerdos más íntimos, tus sentimientos, tu infancia. Que nos dejen emocionarnos como queramos”, continúa.

Si alguien ha estudiado a fondo, durante toda una vida, cada aspecto de la sociedad y la cultura andaluza es el antropólogo Isidoro Moreno. Sostiene que hasta cierto punto es lógico que fuera de Andalucía no se entienda muy bien el impacto, y también el eco tan aparentemente desproporcionado que ha tenido en Sevilla y en los medios de comunicación la restauración fallida de la Macarena. “Todo esto que ha sucedido”, explica en la terraza de un bar de la puerta de Carmona, “habría que situarlo en una dimensión identitaria, antes incluso —y sin ser incompatible— que en la dimensión religiosa. Aquí claramente la dimensión identitaria desborda a la dimensión religiosa. Algunos iconos se convierten en referentes de identificación. Otro de ellos sería la Giralda”. Y propone una hipótesis: “Imaginemos que a los responsables de la catedral de Sevilla se les ocurre pintar la Giralda de colores, porque parece que se han encontrado algunos residuos de pintura que llevan a suponer que en el siglo XIII… Hubiera sido un escándalo. No ya porque desde el punto de vista artístico se pudiera discutir la medida, sino porque el referente se cambia, ya no es el mismo, y la gente dejaría de identificarse con la Giralda. Hay otros referentes, no muchos, pero desde luego la Macarena es uno de los más importantes, no en vano en los últimos 50 o 60 años se la viene llamando la Virgen de Sevilla, aunque haya otras muchas, cada una de ellas muy importante para sus barrios o para sus devotos”, comenta el experto.

Una mujer llora tras constatar los cambios en el rostro de la Esperanza Macarena, el pasado lunes.

Moreno, que tiene 81 años y es catedrático emérito de Antropología Social y Cultural en la Universidad de Sevilla, añade otro aspecto que pide tener en cuenta para entender la reacción de la ciudad ante la posibilidad de que la imagen de la Macarena haya sido alterada para siempre. “Estamos ante la confluencia de dos fenómenos opuestos. Uno, la dinámica de la globalización; el otro, la dinámica de la localización. Dicho de otra manera, la reafirmación de la identidad colectiva de una ciudad como respuesta, resistencia y rechazo a la globalización y a algunos de sus efectos secundarios, el turismo desproporcionado, la pérdida de los negocios de siempre…”.

Manifestación contra la restauración de la Macarena, el miércoles.

Ciudad colonizada

La terraza donde el antropólogo se toma un té verde se llama Abacería, pero, por bonita que sea la palabra, solo es un trampantojo. Esto no es una tienda al por menor de nada, ni un colmado, ni un negocio de ultramarinos, solo un bar común y corriente en medio de una ciudad que ya huye de sus tabernas tradicionales porque, como el mítico El Rinconcillo, ya han sido colonizadas por influencers y turistas de diverso pelaje. Dice David Benítez, que atiende en la calle Alcaicería un negocio de objetos religiosos abierto en 1816, que en la vecina plaza de la Alfalfa “ya no se puede ni desayunar”, porque a la hora en que el sevillano suele pedirse un café y media tostada con jamón, el turista anglosajón —más rentable, dónde va a parar— ya va por la segunda jarra de sangría y una paella precocinada. La particular aldea gala de la ciudad, el territorio inexpugnable a salvo de bárbaros, prisas y mal gusto, era —al menos hasta ahora— la casa hermandad.

A uno le podía gustar más o menos la Semana Santa, ser creyente o ateo, devoto de la Esperanza de Triana, del Gran Poder o de la hermandad del Cerro del Águila —estirpe de trabajadores junto a la vieja tapia de Hytasa—, pero lo que no se le podía negar a las cofradías era el mimo para con sus cosas, sus insignias, sus arreglos florales, su triduo, su quinario, ya no digamos para todo lo que concernía a —en lenguaje local— sus “amantísimos titulares”, esto es, la Virgen o el Cristo de cada hermandad.

Mosaico de azulejos con la Virgen de la Macarena, en la calle San Luis de Sevilla.

Decidir si el próximo año el paso de palio tiene que seguir llevando gladiolos blancos —“como toda la vida de Dios”— o varas de nardo podía dar lugar a encendidas discusiones hasta altas horas de la madrugada, botellines de Cruzcampo de por medio. Sin olvidar un asunto muy importante: en Sevilla, como en tantas otras ciudades del mundo, los barrios tradicionales ya se han convertido en prohibitivos para sus antiguos vecinos, que no han tenido más remedio que emigrar a los barrios de aluvión o a las poblaciones limítrofes. Si siguen siendo trianeros, o macarenos, o de San Roque, o de San Bernardo, es porque siguen pagando su papeleta de sitio para volver al barrio el domingo de Ramos, el miércoles santo o la Madrugá, los únicos días del año que el barrio vuelve a existir. Y también porque saben que si, como en la pandemia, las cosas vienen mal dadas y el dinero no llega a fin de mes, recurrir al fondo social de la casa hermandad siempre será menos duro que la intemperie de las colas del hambre. No tiene valor legal, pero una estampa del Cristo o la Virgen del barrio, junto a la del Betis o la del Sevilla, funciona como salvoconducto de pertenencia, una aguja de marear en medio de la diáspora.

Por eso —y al margen de la caricatura, del chiste fácil—, nadie, absolutamente nadie, se pueda explicar todavía qué pudo pasar el fin de semana pasado entre los muros de la basílica para que la hermandad en la que se miran las demás —17.000 hermanos, de los que más de 4.000 salen de nazarenos, un museo que es el 5º de la ciudad por número de visitas— expusiera la imagen de la Macarena a un bochorno así. A la gran pregunta, ¿qué sucedió?, nadie ha dado respuesta. O no a ciencia cierta. Y no, desde luego, por la vía oficial. La hermandad de la Macarena aún no ha dado explicaciones concretas ni suficientes, y esto no ha hecho más que aumentar la confusión, las especulaciones, los bulos.

El antropólogo Isidoro Moreno en Sevilla.

Estamos a la otra orilla del río, en Triana, a solo unos metros de la hermandad de la Estrella. Las cinco de la tarde del jueves, 38 grados a la sombra. Fran López de Paz es un periodista que tiene la rara virtud de no darse importancia, pero a quien todos reconocen y respetan como una autoridad en el mundo de las cofradías. Conoce a todos los personajes que han intervenido en el desgraciado sainete, incluido al hermano mayor de la Macarena, José Antonio Fernández Cabrero, a quien ahora todo el mundo carga con las culpas. El periodista comparte con generosidad lo que unos y otros le han ido contando. Un rosario de decisiones —algunas tomadas por inercia, otras directamente incomprensibles— que condujeron a un desenlace fatal. “La propuesta de restauración ya me extrañó, porque preveía solo cuatro días para hacer una limpieza del rostro de la Macarena —una intervención conservativa— cuando se tardó cuatro meses en hacer lo mismo con la Esperanza de Triana”.

López de Paz va desgranando una decisión tras otra, a cual más chocante, como la de que fuera Francisco Arquillo, un hombre que ya tiene 85 años y hace tiempo que está jubilado, se echara a la espalda un cometido tan importante. “Me dicen que hay que tener muy buena mano para limpiar con el hisopo, porque si te pasas, no solo te llevas la suciedad, sino las distintas capas que tenga superpuestas la talla… Y, como dice el profesor Juan Manuel Piñar, en una imagen cada milímetro cuenta”.

Uno de los momentos más incomprensibles es cuando, ya sábado por la mañana, los restauradores dejan a la Virgen al pie del altar y, entonces sí, la camarera de la Macarena y otras personas que están allí se dan cuenta de que la expresión del rostro ha cambiado tanto que aquello va a provocar un gran impacto en los fieles. Y, aun así, la exponen, y luego la retiran, y llaman a unos y a otros, para que la retoquen, para que le cambien las pestañas. Es todo un despropósito. Se hicieron muchas cosas sin lógica ninguna. En su pregón de la Semana Santa de 2019 —el único de una mujer frente a 84 pronunciados por hombres desde que se instauró el pregón en 1937—, Charo Padilla incluyó una frase que de alguna manera sirve para explicar ahora la desazón que cunde en la ciudad, el orgullo herido de una ciudad que tanto se gusta a sí misma: “La Macarena es el tiempo que nunca pasa, el tiempo que se detiene, el tiempo que vuelve”.

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Sobre la firma

Pablo Ordaz
Es reportero de EL PAÍS. Sevilla, Madrid, San Sebastián, México, Roma. Le hizo la última entrevista a Camarón y la primera al papa Francisco.
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