Del barrio a la alfombra roja: cómo los pendientes de aro se convirtieron en un accesorio para las masas
La historia del complemento insinúa que quizá sea el adorno más antiguo de la historia de la humanidad... y el más moderno

Los llevan adolescentes y abuelas, Kellys y políticas, funcionarias, y princesas. Se los ponen la reina Letizia, Kate Middleton, Claudia Sheinbaum y Michelle Obama, además de artistas como Rihanna y Mariah Carey o actrices como Penélope Cruz, Reese Witherspoon o Dakota Johnson. Hoy los pendientes de aro se consideran básicos del joyero, el equivalente a un par de vaqueros. Los hay para todos los gustos: dorados, plateados, de diferentes texturas; su tamaño va de los todoterreno de 40 mm, a los que rozan el hombro, los que tienen la circunferencia de una lata de Coca-Cola.

Es un accesorio presente en todos los estratos de la sociedad. Pero hasta hace bien poco las cosas pintaban muy diferentes. Confinados al extrarradio de la moda, en la cultura popular servían como recurso visual para retratar a intensitas, voluptuosas, novias de mafiosos, chicas de barrio o mujeres racializadas. Ahí están ejemplos como Adriana de la Cerva en Los Soprano, Gloria Delgado Pritchett (Sofia Vegara) en Modern Family, la Juani de Bigas Luna y Vivian en Pretty Woman. Este éxito cinematográfico, con mucha tela que cortar, es uno de los ejemplos más obvios de la carga simbólica que tienen estos adornos. En la película vemos a Julia Roberts haciendo la calle con un minivestido ajustado, botas a medio muslo y unos enormes pendientes de aro; cuando un cliente acaudalado le pide que le acompañe a sus compromisos en la alta sociedad, ella, transformada en una dama, cambia los aros por unos discretos pendientes de perlas.
La pregunta es cómo en la actualidad han abandonado los márgenes para entrar en ministerios y alfombras rojas. La respuesta no es tan simple. Estos accesorios se han hecho ubicuos a través un tira y afloja entre apropiación y recuperación. Como suele pasar con los artefactos de moda que viajan de la calle a la pasarela, llegan al mainstream despojados de la mayor parte de su significado original. Y esto en la práctica funciona de la manera en la que, si los llevan mujeres negras, latinas, gitanas o de clase trabajadora se consideran poco refinados, pero en el momento en el que se los pone alguien como Carrie Bradshaw en Sexo en Nueva York, con unos manolos y un bolso caro, ya se aceptan sin reparos. Pero al mismo tiempo, las mujeres que los conocen como parte de su cultura los lucen a mucha honra cuando adquieren visibilidad o posiciones de más poder. Es el caso de Serena Williams en la pista de tenis o Jennifer Lopez, que ya en 2002, en el vídeo de su tema ‘Jenny from the Block’ luce unos descomunales para demostrar que, a pesar de los diamantes y los yates, sigue sintiéndose Jenny la de barrio.

“Soy andaluza y los pendientes de aro son una parte fundamental de mi identidad” argumenta Azahara Palomeque, escritora y doctora en Estudios Culturales. “Por otra parte, crecí en Badajoz durante finales de los noventa y principios de los dos mil, donde yo era parte de la cultura cani, muy común en la ciudad. Me los ponía como una muchacha más, que iba al instituto y salía con sus amigos a hacer botellón. Hoy los sigo llevando, lo hago con orgullo y me encantan. Pero a pesar de que estén estandarizados y que, en Córdoba, donde vivo, se vean como una cosa muy propia, algún comentario me han hecho de por qué vas tan choni, o solo te falta el loro para ponerlo en el aro.” La autora decidió no quitárselos durante toda su trayectoria académica, haciendo el doctorado y mientras impartía clases de filosofía en la universidad de Pensilvania. “Ahí sí con una conciencia de clase”, explica.

Con conciencia también quiso llevarlos la política demócrata estadounidense Alexandria Ocasio Cortez, que en 2019 tomó posesión de su escaño como representante de la cámara de los comunes con los labios pintados de rojo y unos aros bien grandes. Esta neoyorkina de ascendencia puertorriqueña, nacida en el Bronx, quiso homenajear a Sonia Sotomayor, una jueza del tribunal supremo, al igual de origen puertorriqueño, a la que se le aconsejó escoger un esmalte uñas de color neutro para no llamar la atención. Ella hizo caso omiso y al aceptar en su cargo se las pintó de rojo vivo.
No sucedió con la misma intención, pero en nuestro país los aros cobraron protagonismo en el panorama político aproximadamente en 2008, cuando Soraya Sáenz de Santamaría se convirtió en portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados. Cuando esta licenciada en derecho con premio extraordinario con fin de carrera y abogada del estado empezó su trayectoria en el PP era descrita como “muy resolutiva”. Quizás una especie de eufemismo para justificar que sus pendientes y brillo de labios no se ajustaban a la imagen de toda la vida del partido, pero el caso es que sacaba tajo adelante y solucionaba problemas.

Los primeros aros aparecieron alrededor del año 2500 AC, en la antigua Mesopotamia. También fueron populares entre los faraones de Egipto, la antigua Grecia y el imperio Romano, donde se democratizaron entre el pueblo. También se usaron por piratas y quizás por eso entre los hombres retienen un halo un tanto crápula. Pero no fue hasta principios del siglo XX cuando la mirada colonial empezó a verlos con desprecio. Como reacción, durante las décadas de los 60 y 70 se convirtieron en un símbolo del Black Power entre mujeres negras como Angela Davis y Nina Simone. Su elección se basaba en no asimilar los códigos elitistas de la clase privilegiada y en la voluntad de no encogerse como forma de resistencia. Un espíritu se mantuvo en los noventa con artistas como Sade o Neneh Cherry.

Este poder manifestado de forma estética fue inevitablemente mercantilizado. Allá por 2015 Ricciardo Tisci metió la pata con su colección de ¨cholas victorianas¨ para Givenchy de otoño invierno, que tomaban elementos de esta subcultura latina de Los Angeles. Pese a que se señaló la apropiación cultural, no se generó apenas debate dentro de la industria. Millonarias como las Kardashian y Hailey Bieber no tardaron en fagocitar este estilo, y de ahí a las masas.
Por todo esto los aros no pueden ser considerados una tendencia, al menos que una tendencia pueda perdurar durante miles de años. Que se hable de ellos de esta manera en el contexto de las publicaciones de moda es problemático, ya que para algunos colectivos son parte de su manera de presentarse al mundo. Algo parecido sucede con zapatillas como las Nike Air Jordan, sobre las que personas negras han recurrido a las redes para aclarar que lo que algunos consideran tendencia para ellas es simplemente cultura.
“En algunos espacios de Estados Unidos se pueden considerar un signo de apropiación”, añade Azahara Palomeque. “A pesar de que para mí eran no eran un robo, porque eran parte de mi vida, a ojos externos yo era europea y alguna vez me lo dijeron. Aunque también notaba que entre algunas mis estudiantes podían generar una complicidad.”
Los aros han entrado de lleno en el ciclo de la industria: ser empaquetados y comercializados para el gran público para finalmente, cuando estén del todo extendidos, y se haya extraído todo lo posible, ser desechados. No tardarán en llegar las etiquetas de ‘los nuevos aros’ para otro tipo de pendientes. Maria Kivimaa, especialista en estrategia de marca y fundadora de la revista de moda masculina Decent, cree a pesar de todo que es posible que la moda pueda integrar estos elementos con respeto. No es que no se deba o no llevarlos según nuestro origen, sino que entendamos lo que representan, y no se usen como disfraz.

“Resultan una declaración de intenciones, pero esto se debe a que prácticamente todo lo que se percibe así en el mundo de la moda (para personas blancas, cisgénero heterosexuales) proviene de una cultura marginada o al margen de la cultura dominante. Ahí es donde se crean piezas que perduran, porque contienen significado. Por muy comunes que se hayan vuelto en las plataformas de moda rápida y las tiendas tradicionales, el origen de estas piezas debe ser respetado y reconocido” reflexiona. “Más que de los consumidores, o incluso del entretenimiento, es responsabilidad de las marcas comunicar o respetar el contexto cultural, por ejemplo, mediante un estilismo o un plan de marketing bien pensados, especialmente si forman parte de la cultura dominante. Esta es también, en parte, la razón por la que la moda necesita más diversidad a todos los niveles, y por la que el desfile de Willy Chavarría en París en enero fue importante y gustó tanto.”

La editora y experta en relevancia cultural señala que estas apreciaciones pueden empezar a construir un futuro donde la moda supere lo efímero: “Ese ciclo interminable de looks o cores manufacturados está erosionando el arraigado poder individual y colectivo de la moda. Afortunadamente, la reacción negativa a la búsqueda de tendencias sin sentido está empezando a superar los ciclos de TikTok y, con suerte, conducirá a una apreciación de las marcas que cuentan historias más profundas y significativas a través del estilo.”
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