La paella por bandera: cómo la comida puede convertirse en un elemento identitario y un arma diplomática
Un estudio analiza el poder diplomático de los banquetes de Estado y reflexiona sobre la importancia del gastronacionalismo


Banderas, himnos, monumentos… Normalmente, los símbolos nacionales tienden a encarnarse en la hipérbole, en un objeto grandioso y épico. Sin embargo, en muchos casos, caben en algo tan cotidiano y pequeño como un plato. La comida puede ser un espejo de identidad y una herramienta diplomática. Es lo que defiende el gastronacionalismo, el uso de la comida como símbolo o herramienta para construir o reforzar la identidad nacional. En un contexto polarizado, en el que distintos partidos parecen haberse apropiado de los símbolos nacionales tradicionales, la paella, la tortilla (con y sin cebolla) y las croquetas pueden ser los únicos elementos patrios capaces de poner de acuerdo a todo un país. Incluso representarlo.
“La alimentación es una cultura y todas las culturas generan identidades”, explica Cecilia Díaz Méndez, catedrática de sociología en la Universidad de Oviedo y directora del Grupo de Investigación en Sociología de la Alimentación Socialimen. Según la socióloga, la comida pasa desapercibida en el día a día; pero en contextos de migración o diversidad cultural, los alimentos se convierten en marcadores claros de pertenencia. Por eso los barrios de emigrantes están llenos de restaurantes de su tierra y de exóticas tiendas de alimentación.
Como recuerda la chef palestina Reem Kassis, en su libro The Palestinian Table, “para los inmigrantes con vínculos frágiles con su patria, la comida puede ser un sustituto especialmente significativo de la identidad nacional. Sin duda lo fue para mí”. Todos necesitamos un lugar donde colocar las ausencias, algo físico y pequeño donde concretar un sentimiento mucho más grande e intangible. Un vacío. Y ese lugar suele ser la comida.
”Es un elemento de identidad poco conflictivo”, señala Díaz Méndez, “todos somos omnívoros culturales”. La sociedad moderna valora probar platos de otras culturas, no como confrontación, sino “como signo de curiosidad e incluso distinción social”. Y esto es una rareza. Los nacionalismos tienen cierta pulsión antagónica. Tanto en un contexto más extremo, como las guerras, como en otro más laxo, como el deporte, parten de cierto enfrentamiento. Las fronteras funcionan para dentro y para fuera: para que haya un nosotros, tiene que haber un ellos. Pero esto no sucede con la gastronomía, donde lo importante no es competir sino compartir.
Barrios multiculturales como Lavapiés o Usera en Madrid, ejemplifican esta dinámica a la perfección: los restaurantes que surgieron para servir a migrantes (indios en un caso, chinos en otro) han atraído cada vez a más madrileños y turistas. Se han ido añadiendo platos a la mesa con alegría y naturalidad. Esto habría sido más complicado si en lugar de abrir restaurantes se hubieran abierto mezquitas o templos budistas. “Quizá porque probar comida de otras culturas no supone ninguna confrontación con la cultura propia”, reflexiona la experta. Para adorar a Alá tienes que renunciar a Dios, pero la fabada, el humus y el tika masala no son excluyentes. Pueden complementarse, sin más problema que la indigestión.
La capacidad de la comida para construir identidad sin confrontación, sin embargo, tiene sus límites. “El gastronacionalismo surge en los años ochenta y noventa como respuesta a la globalización”, explica Óscar David Gomes, politólogo e investigador culinario en el Basque Culinare Center. “Y está bien, es importante que las culturas se resistan a la homogeneización”. Pero en los últimos años, alerta el experto, movimientos de extrema derecha están intentando buscar la pelea también en la mesa.
Un buen ejemplo lo ofreció el italiano Matteo Salvini al denunciar unos tortellini de pollo en 2019. La Curia de Bolonia los había hecho con motivo de las fiestas de la ciudad como alternativa a los de cerdo para los ciudadanos musulmanes. “Están tratando de borrar nuestra historia, nuestra cultura”, dijo el líder del partido ultraderechista La Liga. Esta es una preocupación recurrente. En círculos de extrema derecha se ha popularizado la pregunta “¿pero come jamón?” para preguntar, al hilo de una noticia, si el autor de un delito es musulmán. Las costumbres culinarias se intentan convertir de esta forma en algo que nos diferencie. Pero a pesar de estos intentos, el potencial político e ideológico de la gastronomía la hace perfecta para tender puentes entre culturas.
El poder de la gastrodiplomacia
Óscar David Gomes acaba de publicar un estudio en la revista científica Frontiers. El politólogo ha estudiado 100 años de menús diplomáticos en Portugal, para analizar cómo este país ha usado su gastronomía como arma diplomática, una deliciosa forma de contarse al mundo. Y llama la atención constatar que esta es una idea reciente. Hasta los años ochenta del pasado siglo, la gastronomía común de las embajadas, era la francesa. Pero hace 40 años se empezó a ensalzar el producto local y poco a poco, recetas populares ascendieron a los más lujosos manteles. “Sus conclusiones se pueden extrapolar a muchos países del entorno, al sur de Europa”, explica Gomes, que lleva años estudiando cómo su país cuida (o descuida) su legado culinario en sus embajadas, su línea aérea nacional o sus cocinas.
Guillaume Gómez, responsable de la cocina del Elíseo desde Chirac hasta Macron, lo resumió con una certera frase: “Si la política divide a los hombres, la buena mesa los reúne”. No en vano, Francia fue uno de los primeros estados en darse cuenta del poder de la comida como elemento de softpower (la capacidad de un país para influir en otros a través de la atracción, no de la fuerza) y en hablar de gastrodiplomacia. Pero fue Tailandia el primero en demostrar su poder.
A principios de la década de 2000, el gobierno tailandés creó un programa para dar a conocer la gastronomía de su país mediante certificaciones, subvenciones, programas de visados y programas de formación. En pocos años, el número de restaurantes tailandeses en todo el mundo se duplicó, y el pad thai se convirtió en uno de los platos más famosos del mundo. Estas iniciativas formaban parte de un conjunto de herramientas que contribuyeron al crecimiento del turismo en el país. Entre 2001 y 2019, el número de visitantes a Tailandia aumentó de 10 millones a casi 40.
La gastrodiplomacia, explica Gomes, puede ser una defensa de la propia identidad. “Por ejemplo, cuando vino a Portugal Felipe VI en 2016, se le puso un plato con presunto de Barrancos [un jamón portugués]. Es una forma de decir, mira, nosotros también tenemos jamón, es mejor que el tuyo”, comenta divertido. Es este un tipo de competición agradable que se soluciona compartiendo delicias y mantel. Pocas desavenencias tienen una forma de zanjarse tan gustosa.
“Nuestra gastronomía es uno de nuestros mejores activos y fortalezas en la creación de nuestra imagen y nuestra reputación en el exterior”, explica Arancha González Laya Ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación en la Guía de diplomacia gastronómica que publicó su ministerio el año pasado.
Gomes cree que esto es válido tanto en todos los ámbitos. Las veladas diplomáticas, las comidas de negocios o la cena para conocer a tus suegros. “La cocina permite este tipo de diálogo, de narrativa. Entre viandas, guisos y pasteles se suavizan las diferencias, se generan conversaciones y se generan complicidades, tanto en la mesa familiar como en un banquete de Estado. La gastronomía se convierte así en un elemento identitario que huye de patriotismos épicos. Un elemento que sirve para compartir la identidad propia con extraños. Y también para discutir. Pero pocas discusiones nacionalistas pueden presumir de solucionarse cerrándole la boca a tu adversario con un buen plato de jamón.
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