Barbie se casa con ChatGPT: por qué la imaginación está en peligro
La digitalización, pantallas, juguetes inteligentes y el consumo audiovisual constante han erosionado la capacidad de crear mundos propios


Fran Pérez, periodista de 30 años, recuerda perfectamente el día en que sus amigos se aburrieron de los juegos de niño. “Un día terrorífico”, asegura. Fue acusado de ser infantil por negarse a participar en las nuevas actividades que sobre todo consistían en apartarse a un rincón a hablar o permanecer en ese mismo rincón observando a otros grupos de chicos y chicas. Para defenderse de las acusaciones, les dijo a sus amigos algo que hoy repite con orgullo: “A vosotros lo que os pasa es que no tenéis imaginación”.
Estas palabras, dichas por un niño hace más de 20 años, no se alejan tanto de realidad: la imaginación, facultad que permite representar mentalmente cosas que no se perciben directamente por los sentidos, se ha deteriorado. Es uno de los efectos que han tenido sobre las mentes las nuevas tecnologías y el debate público ha olvidado la reivindicación de este recurso cognitivo.
Se habla de la pérdida de atención, de memoria o incluso de la capacidad de orientarse, pero no de la atrofia imaginativa. “Es muy fácil no hablar de ello porque todos nos creemos capaces de imaginar, es una cosa de fondo, como el aire, que se asume que siempre va a estar”, afirma Begoña Quesada, periodista y autora de En defensa de la imaginación (Paraninfo, 2023), Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2023.
Otro de los motivos es que, al contrario que la memoria ―puede medirse, por ejemplo, contando el número de cifras que alguien puede recordar―, o la atención ―el número de páginas seguidas de un libro que alguien puede leer―, no es sencillo medir empíricamente el estado imaginativo del ser humano. Es posible, por ejemplo, analizar la imaginación en su vertiente creativa.
En 2011, un estudio de la Universidad William & Mary, en Estados Unidos, analizó los resultados de 300.000 Test de Torrance, que mide el pensamiento creativo, y concluyó que esta capacidad humana había disminuido desde 1990. Esta asfixia creativa también ha sido comentada en medios como The New York Times, en referencia al actual dominio cultural de remakes, secuelas y reboots.
Cada vez se consumen más productos que ya vienen imaginados por otros. En España, según un estudio realizado por ElectronicsHub, cada persona pasa cerca de un 35% de su tiempo diario mirando una pantalla. Casi 6 horas. Durante este tiempo la necesidad de imaginar es menor. Los vídeos cortos, rápidos y saturados de estímulos visuales solo requieren una atención pasiva. No hace falta completar, ni proyectar nada, ni sostener una imagen mental propia. Desde luego, mucho menos que al consumir otros formatos —como un libro— o, simplemente, la ausencia total de estímulos: el silencio. Las consecuencias de esta atrofia imaginativa van desde una asfixia creativa generalizada, dependencia de estímulos ajenos para activar la mente e incluso una merma de la empatía.
En uno de los capítulos de su libro, Quesada explica que el cerebro es un órgano con gran plasticidad, que se transforma a través del uso y desuso de ciertas áreas. El psiquiatra Gary Small, según cuenta la autora, ha estudiado el lóbulo frontal donde se albergan la memoria, la imaginación, el razonamiento complejo, y ha demostrado que el uso reiterado de pantallas deja en desuso esa parte del cerebro que se queda, como el interior de una casa abandonada, oxidada y polvorienta.
La cantante Irenegarry, en una newsletter de Substack ―plataforma que permite a escritores, periodistas y creadores de contenido publicar sus trabajos―, reflexionaba sobre la pérdida imaginativa que supone el aumento de consumo audiovisual: “No imagino la temperatura de las gotas si salpican. En general. No imagino el tacto de unos zapatos o del látex de una falda de tubo o de la piel de un poni o del olor de una bañera llena de pétalos de rosa. ¿Quizá esa es la cosa? ¿Tanto ver las cosas con mis ojos en mi móvil ha capado mi capacidad de invocar el resto de sentidos en mi imaginación? ¿Imagino menos ahora que veo más? ¿Veo tanto que hay menos que imaginar?”.
Quesada, que atiende a EL PAÍS por teléfono desde Berlín, se dio cuenta de lo importante que es la imaginación durante la pandemia, con sus hijos. “Teníamos que ser personas muy creativas para mantener contacto con personas que estaban lejos, o mantener a nuestros hijos ocupados una hora más”. También advirtió el peligro que amenazaba a esta facultad humana al ver cómo la relación de sus hijos con el colegio y sus amigos era completamente digital. “Pensé que, si la materia prima de la imaginación, la realidad que percibimos, depende cada vez más de lo tecnológico, entonces la propia imaginación, tal y como la entendemos hoy, está cambiando. Incluso está amenazada”, añade.
Suele asociarse el paso a la madurez con ese momento en el que los niños, entre otras cosas, dejan de imaginar que hay un ejército de monstruos persiguiéndoles en el patio del colegio, o que un puñado de polvo de arena constituye una valiosa mercancía. La realidad se homogeneiza y deja de ser intervenida por la imaginación. Ese momento, en muchos casos, llega antes de tiempo si los niños cambian el juego mediado por la imaginación, por el consumo constante de pantallas.
El pasado julio, Mattel, la empresa que fabrica el famoso juguete Barbie, llegó a un acuerdo con OpenAI para hacer un producto conjunto. No hay detalles de la operación, pero es lógico esperar que en poco tiempo los niños podrán hablar con ChatGPT a través de una Barbie.
Entre otras consecuencias, los niños, que siempre se han ocupado de dar voz y personalidad a sus juguetes, ya fuese una muñeca o un trozo de tela enrollado a un palo, no tendrán que utilizar su imaginación para hacerlo. “No han entendido nada”, sentencia Quesada, “los niños nunca han necesitado que los juguetes hablen para poder darles vida”.
Imaginar para empatizar
El poeta y profesor Fernando Valverde, cuyo último libro es Los hombres que mataron a mi madre (Visor, 2023), ha estudiado a fondo la imaginación desde el departamento de literatura romántica en la Universidad de Virginia. Llegó al tema a través del poeta Percy Shelley, a quien dedicó una biografía. Repasando su obra, leyó una afirmación que despertó su curiosidad: “La imaginación es la principal herramienta que tenemos los seres humanos para el bien moral”.
Esa afirmación, rememora Valverde por videollamada, le obligó a hacerse preguntas. “Shelley explicaba que solo si somos capaces de imaginar el dolor que nuestros actos causarán en los otros, lo que hoy se conoce como empatía, podremos elegir entre hacerlo o no de manera libre. Es decir: podremos tomar una decisión moral sobre nuestros actos. Le da a la imaginación un papel primordial en la condición humana”. comenta.
Valverde, partidario de crear un departamento dedicado a la imaginación en las universidades, ha llevado a cabo un experimento con sus propios alumnos con el objetivo, entre otras cosas, de reactivar su imaginación. Nadie puede entrar a clase con ninguna tecnología posterior al siglo XIX. Esto incluye desde móviles y ordenadores hasta bolígrafos. La razón de esta medida, que podría parecer exagerada, tiene también algo de performance, como un pequeño ritual simbólico que ayuda a los alumnos a desengancharse de su dependencia tecnológica: “El problema de imaginación en la sociedad es el resultado de vivir dentro de una pantalla, han renunciado al mundo real. Incluso cuando caminan el grupo lo hacen mirando a una pantalla”. Y aclara: “No soy un ludita. La tecnología tiene muchos usos positivos”.
Según el poeta, este experimento, que ha llevado a cabo durante varios años, ha tenido un impacto “muy positivo” entre los alumnos. “No hay reloj, tenemos que imaginar el tiempo. A veces terminamos 10 minutos antes, otros 20 minutos más tarde. Nos dejamos llevar”, relata. Al principio, muchos estudiantes reconocen sentir ansiedad por estar sin teléfono durante una clase entera, pero, según avanza el trimestre, se acostumbran y reducen su dependencia. Otra de las consecuencias es que aumenta el nivel de socialización entre los estudiantes: “Pasan de saberse el nombre de cinco compañeros a 18”.
Tanto Valverde como Quesada coinciden en que recuperar la facultad imaginativa pasa necesariamente por mantener un buen hábito de lectura. No es casual que, en la entrada de Wikipedia dedicada a la imaginación, aparezca una imagen de Don Quijote de la Mancha, el caballero andante que vive absorbido por el mundo imaginario. “Leer un libro cuesta esfuerzo: tienes que implicarte, es un consumo activo, requiere paciencia hasta que la historia despega en ti y el texto se convierte en una especie de paisaje. Requiere fe, pero, una vez estás ahí, es todo tuyo”, concluye Quesada.
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