Polvo, sangre y exilio: sobrevivieron a las masacres de los paramilitares en Darfur y ahora son el testimonio vivo de las matanzas
Refugiados asentados en Chad relatan las torturas y ejecuciones que sufrieron o presenciaron en Sudán, escenario de la peor catástrofe humanitaria del mundo. La justicia internacional considera que existen indicios de que los ataques, que mataron a entre 200.000 y 400.000 personas, cumplen los criterios de genocidio


A Ashaa Abdalla Tourshin se le nota en la voz el duelo. Y en la mirada perdida de unos ojos cansados con atisbos de cataratas. En su regazo, un niño de dos años, su nieto Moutassim. Logró salir hace un mes de la ciudad sudanesa de El Fasher, reciente escenario de una de las peores masacres registradas desde que hace más de dos años estallara una cruenta guerra civil en el país. Abdalla escapó con el crío en brazos y han sido acogidos en la precaria vivienda de lonas y cañas de su hija Hadjara en el campo de refugiados de Farchana, en el este de Chad.
Otros tres hijos, dos hombres y una mujer, fueron asesinados ante los ojos de Abdalla, en su casa. Uno de ellos era el padre de Moutassim. La madre del crío también fue ejecutada en ese episodio y el pequeño se quedó huérfano de ambos progenitores sin haber tenido tiempo ni para crear recuerdos con ellos. Ahora la mujer no contiene las lágrimas cuando denuncia las tropelías a las que su familia fue sometida. “Sufrimos mucho. A muchos los han matado. Eran yanyawid, llegaron armados, ejecutaron a personas dentro y fuera de las casas. Me quitaron el dinero y hasta la ropa, y me quedé sin nada”, asegura. Ella se refiere a las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), es decir, el bando paramilitar enfrentado con el ejército regular de Sudán desde el 15 de abril de 2023.
Abdalla y su familia son de la minoría masalit. Como ella, cientos de miles de personas siguen escapando de la persecución sistemática de las RSF contra su etnia y otras comunidades no árabes en Darfur Occidental, provincia del oeste sudanés. Soportan una violencia que continúa marcando sus cuerpos y sus vidas, incluso cuando han logrado huir.
Las comunidades masalit han sido atravesadas por asesinatos, secuestros, abusos sexuales y destrucción de sus hogares. Un informe de un panel de expertos de la ONU estimó que entre 10.000 y 15.000 personas fueron asesinadas en El Geneina en aquel episodio en 2023. En total, la guerra civil en Sudán ha causado el desplazamiento forzado de 12 millones de sudaneses dentro y fuera de las fronteras del país, otros 30 millones de personas necesitadas de ayuda humanitaria urgente y entre 60.000 y 150.000 han muerto, según estimaciones de organizaciones internacionales y centros de análisis independientes. El calvario de las minorías negras no árabes de Darfur por parte de las RSF, antes llamadas milicias yanyawid, es solo una de las muchas caras de esta guerra.
La motivación que empuja a las RSF es la limpieza étnica, sostienen organizaciones de derechos humanos y agencias de Naciones Unidas, apoyándose en evidencias cada vez más firmes y numerosas. “Los yanyawid tienen una vieja historia de conflicto con los masalit. Por los recursos, quieren apoderarse de nuestra tierra y expulsarnos, y por eso actúan así desde 2003”, dice Koltouma Arbab Hamed, refugiada masalit de 28 años. Mientras acuna al menor de sus hijos en su regazo, ella también comparte su historia de supervivencia, resguardada en uno de los pabellones del campo de refugiados de Gaga, donde ella vive ahora, del potente sol africano de mediodía. “Lanzaron una bomba a mi casa cuando estábamos dentro. Tres de mis hijos, mi marido y yo resultamos heridos. Yo no podía ver ni oír al principio. Fuimos al hospital, pero también lo habían atacado, así que nos marchamos hacia Chad”, relata. Recibieron asistencia médica en Adré, la primera ciudad chadiana que encuentran los huidos de Darfur cuando cruzan la frontera por la provincia de Ouaddaï, una de las dos que linda con Sudán.










Muchas víctimas relatan con detalle cómo la violencia alcanzó a sus familias. Suspendido por dos sogas que le rodeaban las muñecas, con los huesos de las manos rotos a martillazos, Aboulrazic Yousif Ibrahim, de 37 años, sintió que su vida terminaba allí mientras veía morir a su hermano. Por sus uniformes e insignias entendió que los torturadores pertenecían a las RSF. “Somos masalit y mi hermano era un líder de nuestra comunidad. Por eso le ejecutaron, al menos eso dijeron”, cuenta Ibrahim sobre aquella emboscada en su casa durante el asedio de su ciudad, El Geneina, a los pocos días del estallido del conflicto. Ahora que han pasado dos años largos, Ibrahim rememora el momento más traumático de su vida desde el campo de Gaga, donde vive con lo que le queda de familia.
Abdourahim Adam Adoul, de 36 años, es un hombre alto y corpulento que viste con camisa, pantalón de traje y reloj de oro. En su vida anterior en Sudán trabajaba en una tienda de ropa. Él confirma el patrón sistemático de la violencia y relata su calvario personal: “Dispararon un cohete a un grupo de 12 personas delante de mi familia y de mí, y murieron de golpe todas ellas, despedazadas”. Su hija de seis años lo vio todo. “Desde aquello sufre algún tipo de trauma psicológico y además tiene problemas de audición y de habla”, lamenta.
El campo de refugiados de Gaga es uno de la docena que el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) gestiona en el este de Chad, con el apoyo del Gobierno de Idriss Déby. Chad, país tradicional de acogida, cuenta ahora con 895.000 refugiados sudaneses, pero en 2003 había recibido a más de 100.000 procedentes de Darfur, convertida ya entonces en el escenario de un genocidio, según numerosos organismos y tribunales internacionales. Tras el levantamiento de los rebeldes del Movimiento de Liberación de Sudán (SLA) y del Movimiento Justicia e Igualdad (JEM), que denunciaban la marginación de las comunidades africanas frente a la mayoría árabe, el Gobierno sudanés de aquella época, liderado por el exdictador Omar al Bashir, respaldó a las milicias yanyawid para atacar a la población civil. En 2013, Al Bashir las formalizó bajo el nombre de Fuerzas de Apoyo Rápido, en lo que no supuso más que una transformación en una fuerza estatal más organizada, aunque manteniendo su carácter paramilitar y sus métodos violentos.
Estas tropas cometieron asesinatos masivos, violaciones sistemáticas y destrucción de aldeas, apuntando especialmente a los grupos étnicos “masalit, fur y zaghawa”, apuntó el pasado 18 de diciembre el asesor especial de la ONU para la Prevención del Genocidio, Chaloka Beyani. También advirtió de la “probabilidad previsible” de un genocidio, pero precisó que solo un órgano competente podría calificarlo como tal.
Según el Tribunal Penal Internacional, existían indicios de que los ataques buscaban destruir total o parcialmente a estos grupos, cumpliendo los criterios de genocidio. Organismos de la ONU, Human Rights Watch y Amnistía Internacional apoyan estas conclusiones: entre 200.000 y 400.000 personas murieron y más de 2,5 millones fueron desplazadas, mientras miles de aldeas desaparecieron del mapa.
Durante el camino de Adré dispararon a mis hijos, a los tres. A mi mujer le quitaron la ropa y le hicieron cosas horribles.Aboulrazic Yousif Ibrahim, refugiado sudanés en Chad
La violencia nunca paró del todo en Darfur, pero en 2023, cuando el general Muhammad Hamdan Dagalo Hemedti, al frente de las RSF, y el comandante y jefe de las Fuerzas Armadas sudanesas, Abdelfatá al Burhan, rompieron la alianza que habían alcanzado dos años antes, tras derrocar juntos a Al Bashir, y desencadenaron la guerra, la persecución adquirió una nueva dimensión. Desde Darfur llegaron al menos 500.000 personas a Chad escapando de toda clase de abusos.
Desde entonces, frecuentemente van saliendo a la luz nuevas matanzas. El pasado abril, más de un millar de civiles murieron cuando las RSF tomaron el control de un campamento de desplazados, reveló la semana pasada un informe de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU. Al menos un tercio fueron ejecutados sumariamente.
En octubre de 2025, otra masacre, esta vez en El Fasher, volvió a colocar a Darfur en el punto de mira del mundo entero. Solo en una maternidad de la ciudad, 460 pacientes y sus acompañantes fueron masacrados. Las imágenes satelitales mostraron las manchas dejadas por litros de sangre sobre la tierra, indicios de fosas comunes y de pueblos destruidos durante esta nueva acometida de los yanyawid en una ciudad con 260.000 personas atrapadas en un asedio que duró más de 500 días, de acuerdo a los datos de Naciones Unidas. Amnistía Internacional ha denunciado que las RSF han cometido violaciones masivas en esta ciudad, incluidos ataques por motivos étnicos contra comunidades no árabes, homicidios deliberados de civiles, violencia sexual contra mujeres y niñas, y ha señalado la necesidad de “acción inmediata de la comunidad internacional y responsabilidad individual de los perpetradores”.

A Ibrahim también le descerrajaron un tiro en cada muslo; todavía tiene una bala dentro del derecho y no duda en subirse un poco su pantalón de la selección de fútbol chadiana para mostrar las cicatrices. Y hubo más. “Durante el camino hacia Chad, dispararon a tres de mis hijos en distintas partes: en el hombro, en la pierna… Ninguno murió”, dice con alivio mientras se señala esas zonas del cuerpo. Una evaluación de Acnur el pasado verano indicó que el 76% de los recién llegados había sido víctima de incidentes graves de protección, como extorsión, robos y violencia sexual. “La mayoría llega a Chad sin nada; sin alimentos, dinero ni documentación”, indicó la agencia en un comunicado.
Una amenaza que persiste
En los campos de refugiados, la violencia y el trauma persisten. Los supervivientes, que llegan con lo puesto y no cuentan con ningún medio de subsistencia en Chad se ven obligados a depender de una ayuda humanitaria escasa e irregular debido, principalmente, a los fuertes recortes que ha sufrido el sector en el último año. A diciembre de 2025, solo en torno al 17% del plan humanitario para Chad ha sido financiado, según CARE. Mientras, la respuesta humanitaria alcanzó alrededor de 1,3 millones de personas, el 23% de la población que necesitaba ayuda, según Humanitarian Action.
De 13 personas, solo siete llegaron.Abdourahim Adam Adoul, líder comunitario
“Cuando cruzan la frontera, no tienen nada”, explica Benoît Kabenye, jefe de la oficina de Acnur en Adré. En la frontera, un día de diciembre a primera hora de la mañana, ya hay un nutrido trasiego de hombres, mujeres y niños que llegan a Chad a pie, o subidos a un carro, cubiertos de polvo y con el cansancio dibujado en sus rostros. Lejos de encontrar una cálida bienvenida, se dan de bruces con una realidad en la que hasta lo más esencial escasea. Esa llegada en condiciones extremas obliga a las organizaciones humanitarias a priorizar únicamente la supervivencia inmediata: agua, atención sanitaria básica, letrinas y distribución de alimentos de emergencia. El refugio, insuficiente, es uno de los principales problemas, especialmente para familias con niños que pasan las noches al raso, y más en estas fechas, que empiezan a bajar las temperaturas.
Además, la huida no termina necesariamente al pisar suelo chadiano. Entre los refugiados, especialmente de la comunidad masalit, se registran amenazas directas incluso después de haber escapado de Sudán, atestigua Mekela Laotol, responsable de Protección de Acnur en Adré. “Hay personas que siguen recibiendo llamadas y mensajes anónimos de amenaza”, explica. Utilizando números de teléfono sudaneses y aplicaciones como WhatsApp, los intimidadores recuerdan a los desplazados que conocen su identidad y su historia, prolongando el miedo más allá de la frontera.

Los testimonios describen un proceso de huida marcado por el miedo constante, la separación familiar y la pérdida de seres queridos. Los entrevistados aluden a robos y agresiones por el camino que frecuentemente acaban en asesinatos a sangre fría. “No he vuelto a saber de dos de los hijos que aún me quedan vivos desde que nos fuimos de El Fasher”, asegura Ashaa Abdalla. Adam Adoul explica que durante su huida vio cómo varios vehículos civiles fueron emboscados en el camino. En uno de ellos, murieron o desaparecieron varias personas. “De 13 personas, solo siete llegaron”, afirma.
En este contexto, las mujeres y niños, que suponen alrededor del 87% de los sudaneses desplazados a Chad, son especialmente vulnerables. Los menores son atacados directamente y sufren trauma psicológico, mutilaciones y heridas que pueden quedar permanentes. Las mujeres sufren violencia cuando van a buscar agua o leña, son secuestradas, abusadas o asesinadas.
Se llevaban a las mujeres, las retenían seis o siete días y luego las abandonaban.Koltouma Arbab Hamed, refugiada sudanesa en Chad
Pero de la violencia sexual no se habla. Al menos no en primera persona. “A mi mujer le quitaron la ropa y le hicieron cosas horribles. Ella no me ha contado que la violaran, pero yo sé que lo hicieron. Cuando le han preguntado las ONG, lloró muchísimo, pero no quiso hablar del tema”, refiere Ibrahim.
Koltouma recuerda esa violencia dirigida a mujeres y niños: “Los combatientes se llevaban a las mujeres a sus casas; algunas fueron violadas y otras golpeadas. Se las llevaban durante seis o siete días y luego las abandonaban. Si tenías un hijo varón, lo mataban. Algunas fueron secuestradas, violadas o asesinadas”, asegura, reviviendo el miedo en sus ojos y apretando a su bebé contra el pecho.
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