Ena, historia y ficción
La ola de interés por la reina Victoria Eugenia tiene lugar en plena proliferación de estrategias neocortesanas


Cuando los historiadores nos sentamos a ver una película ambientada en la época que estudiamos, experimentamos una punzante incomodidad. Lo mismo nos pasa con las novelas históricas o los programas de humor que hablan del pasado en la radio. Una verdadera enfermedad profesional. Cómo es posible que se cometa tal o cual error de fechas y situaciones, nos preguntamos. Nos parecen imperdonables las caricaturas o simplificaciones de personajes y asuntos complejos, los anacronismos, las burdas manipulaciones de los enfoques presentistas. Tras años de archivo, muchos investigadores se indignan por la mala calidad de los relatos más difundidos. Algunos, no obstante, consiguen calmarse y distinguir entre dos géneros diferentes: por un lado, la historia, que debe atenerse a lo comprobable, aunque se esfuerce en resultar atractiva; por otro, la ficción, que se permite inventar lo que sea con tal de mejorar una trama.
La exitosa serie Ena. La reina Victoria Eugenia, emitida por Televisión Española, ha provocado esas mismas respuestas. Centrada en la vida de aquella joven británica que vino a España en 1906 a casarse con el rey Alfonso XIII y permaneció a su lado hasta la caída de la Monarquía en 1931, está llena de inexactitudes. Y no sólo de nombres o acontecimientos; también explicativas, que se ceban en la escena política. La boda, una operación de Estado refrendada por Eduardo VII de Inglaterra, aparece como un empeño rebelde de la princesa, rendida al simpático galán español. Alfonso acusa su debilidad ante los políticos y el Parlamento, cuando ejercía funciones constitucionales clave y tendió a elegir a sus ministros. Incluso le sorprende el golpe anunciado del general Primo de Rivera, confuso en su desarrollo y criticado por la liberal reina inglesa. Mientras tanto, la encantadora Ena se empeña en modernizar una España rancia e insalubre, aunque para ello tenga que pedir permiso una y otra vez a la autoritaria reina madre María Cristina. Mateo Morral, terrorista que causó una matanza, se convierte en héroe; el sátiro Borbón, con su compinche el ubicuo conde de Romanones, en productor de películas pornográficas.
Sin embargo, como ficción la serie resulta eficaz y se notan en ella los medios y la solvencia del equipo. Bajo el título se confirma su carácter: se basa en una novela. Además, transmite algunos mensajes creíbles. Que la reina fue maltratada por su marido, en un matrimonio infeliz marcado por la enfermedad hereditaria de los hijos y las infidelidades varoniles, no admite muchas dudas. El compromiso de Ena con la Cruz Roja y su responsabilidad en la profesionalización de la enfermería, tampoco. No es The Crown, el edulcorado y a ratos magnífico retrato de la realeza británica, pero tiene detalles ocurrentes, como las entradas de Primo de Rivera al compás del pasodoble Suspiros de España. En realidad, sus mayores problemas provienen, en esta como en otras obras similares, de la pretensión de veracidad que exhiben sus autores, enfatizada esta vez por el afán pedagógico del creador, quien se ha impuesto la tarea cívica de contar en la cadena pública la historia que los españoles deben conocer, y por las opiniones de presuntos asesores y especialistas en los documentales anexos. Ahí se respalda lo narrado y, frente a eso, las quejas de los historiadores están justificadas. Si la novelista se recrea en detalles morbosos de difícil constatación, otra experta asegura que tiene documentadas miles de amantes del rey Alfonso, cuya adicción al sexo recorre las intervenciones. Abundan los “según se dice”, “las malas lenguas decían”. El guion incorpora los rumores con desparpajo.
Lo llamativo es que este fenómeno televisivo coincide, tal vez por casualidad, con una notable exposición sobre la misma figura en la Galería de las Colecciones Reales, junto al Palacio Real de Madrid. En ella se recupera también la figura de la reina Ena, pero de un modo distinto: a través de un espectacular conjunto de piezas de diversos tipos, desde pinturas hasta fotografías, de vestidos y joyas a la carroza que la condujo a la iglesia en 1906. Las responsables de la muestra, buenas conocedoras de los fondos que gestiona Patrimonio Nacional, han realizado una excelente labor de documentación, visible también en el catálogo. Más aún, la Enamanía se solapa con el impacto de las memorias del nieto Juan Carlos I, ávido de reconocimiento por sus servicios a la democracia, pero poco dispuesto a enmendar su falta de ejemplaridad o a pagar impuestos en su querida patria. No falta quien establezca paralelismos entre las engañadas Victoria Eugenia y Sofía, profesionales abnegadas que aguantaron lo inaguantable. La compasión induce a la empatía con las personas reales. Sobre ellas se proyecta asimismo una pertinente mirada feminista, que pone de relieve la cultura patriarcal en que se movieron y su protagonismo, sobre todo simbólico y representativo.
Si se abre un poco más el foco, se constatará que esta ola de interés por la historia de la corona en España tiene lugar en plena proliferación de estrategias neocortesanas —o nacionalcortesanas, como las llamaba Santos Juliá—. No ya entre aficionados a los cotilleos dinásticos, sino entre profesores de cierto prestigio. Sobresalen las academias, redes y publicaciones dedicadas a cantar las excelencias de las monarquías, su identidad con naciones como la española o su consustancial vinculación a regímenes democráticos, que les proporciona grandes ventajas frente a las repúblicas. Francia, Italia, Portugal o Alemania deberían tomar nota. En esa carrera, hasta Alfonso XIII se presenta, contra sus mismas confesiones, como un titán humanitario con ambiciones políticas tangenciales en la guerra europea o como un terco guardián del sistema constitucional. Historia y ficción se aproximan, y no sólo por las cualidades narrativas del trabajo historiográfico. Más valdría debatir con equilibrio y mesura, sin apriorismos excesivos, aunque quizá estos paladines regios, que se comportan como si el actual orden monárquico estuviera en serio peligro, manejen encuestas o informaciones que los demás desconocemos.
Volviendo a Ena, convendría recordar que, a diferencia de su suegra, no intervino en decisiones relevantes y su supuesto constitucionalismo apenas trascendió. También se podría subrayar su implicación en la deriva reaccionaria y militarista de su esposo y de quienes la rodeaban. Por ejemplo, a favor de la guerra colonial en Marruecos, a cuya legitimidad contribuyó con una incesante actividad benéfica, envuelta en tonos patrióticos e imperiales, y con gestos como el inédito de vestirse de comandante honorario de Caballería en 1921, justo antes del desastre de Annual. O en sus nexos con la sociedad civil católica, dentro de la cual se inclinó por sectores elitistas y antiliberales, que le rendían homenaje como madre ejemplar y defensora de la Iglesia, una militancia religiosa que a veces se le niega. Sus damas de la Cruz Roja alimentaron la propaganda borbónica, pero también recibieron críticas que le molestaron, como las de la escritora feminista Margarita Nelken, quien denunció en 1919 el exhibicionismo de las señoritas que posaban de uniforme en las revistas ilustradas. La imagen de la Reina, mucho menos popular que la de su cónyuge, se amoldaba a un rol de género tradicional en roperos de caridad o bordando con sus hijas en palacio. Es decir, se hallaba bastante lejos de esas actitudes rompedoras que se le atribuyen. En cualquier caso, bienvenida sea la conversación sobre estos temas, que, por lejanos o frívolos que nos suenen, no sólo conciernen a los historiadores, sino que, a través de ficciones más o menos logradas, aluden a valores socioculturales y opciones políticas de extraordinaria actualidad.
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