Más allá del multilateralismo
Es necesario fomentar alianzas más diversas, informales y flexibles; mejor eso que un colapso del sistema planetario que sería un desastre sin paliativos

El sistema que ha gobernado el mundo está siendo profundamente transformado en estos momentos. La geopolítica actual, más allá de dañar la alianza transatlántica y aumentar los choques comerciales, deja muy limitada la estructura multilateral que ha ordenado el mundo desde mediados del siglo XX y nos aboca a una peligrosa anarquía global. Para evitar que se precipite en el caos y conflicto, aquellos que nos resistimos a aceptar un mundo basado únicamente en el poder debemos complementar las debilitadas estructuras multilaterales con una tupida red de instituciones informales y acuerdos bilaterales.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta algún momento entre la gran crisis financiera de 2008 y la invasión de Crimea de 2014, el mundo operó bajo el paraguas del multilateralismo: un sistema imperfecto, incompleto y a menudo contradictorio, pero que, a pesar de sus limitaciones, representó el modelo más eficaz de gobernanza global que la humanidad haya conocido. Sin embargo, hoy esta fórmula atraviesa una profunda crisis, precedida por una década de continuo desgaste. Incapaz de responder a los retos actuales ni de ordenar el sistema internacional, el multilateralismo se muestra estancado, sin señales claras de renovación.
Gobernar el mundo implica ordenar y coordinar el espacio público global y a sus múltiples actores. Conceptualmente, podemos imaginar dos modelos opuestos: un Estado mundial —que se atisba inviable— y la anarquía, que representa una amenaza altamente peligrosa para la paz y la estabilidad global. Entre ambos se situaba el multilateralismo: una estructura sin un centro de autoridad único, pero con mecanismos colectivos de decisión (como el Consejo de Seguridad de la ONU o el directorio del Banco Mundial) y normas vinculantes (como los aranceles en la OMC o los estándares de la aviación civil global definidos por la ICAO). Además, en su esencia ideal aunque no siempre existente en la práctica, las instituciones multilaterales están abiertas a todos los países, y todos sus miembros comparten obligaciones y derechos similares. No obstante, la creciente oleada de soberanismo, tanto en países desarrollados (como EE UU) como emergentes (como China), ha debilitado gravemente esta fórmula.
El multilateralismo surgió en un momento histórico único: el mundo devastado por la guerra, con Estados Unidos como potencia hegemónica. Movido por un “egoísmo ilustrado”, promovió un sistema de tratados, abiertos a todos los Estados, con reglas formales. Las conferencias de Bretton Woods y San Francisco dieron origen a instituciones clave como la ONU, el FMI, el Banco Mundial y el GATT (más tarde, la OMC). Estas estructuras sostuvieron el orden internacional por más de seis décadas. Pero hoy, ese modelo se encuentra bloqueado, tanto por la erosión interna como por la presión de sus detractores.
Occidente debilitó las bases del multilateralismo con acciones unilaterales: la invasión de Irak en 2003 o la intervención en Libia en 2011 mostraron que las reglas no siempre se aplicaban a los poderosos. La llegada de Donald Trump en 2016 supuso un punto de inflexión, marcando un abandono explícito del enfoque multilateral. Por su parte, potencias como Rusia y China también han minado el sistema: la invasión rusa de Georgia (2008) y Ucrania (2014), así como la estrategia industrial de China (“Made in China 2025”) contraria al espíritu de la OMC y su rechazo a decisiones arbitrales en el Mar de China Meridional, evidencian el declive del orden multilateral.
El Consejo de Seguridad de la ONU está paralizado por vetos cruzados entre sus miembros permanentes, a excepción de la aprobación del reciente (y dudoso) plan de paz para Gaza. La OMC, cuyo acuerdo de creación en 1995 fue el último gran logro multilateral, hoy se encuentra prácticamente inoperante tras la suspensión de su órgano de resolución de disputas. En síntesis: el multilateralismo ya no gobierna el mundo en los asuntos más trascendentales.
Esta crisis no es reciente. Hace décadas que no se crean nuevas instituciones multilaterales significativas. En paralelo, han proliferado formas más flexibles de gobernanza: instituciones informales, sin reglas vinculantes, que integran actores no estatales. Ejemplos son la Alianza para Ciudades Saludables o el Consejo Mundial de Energía. En sectores clave como la ciberseguridad o la gobernanza de internet, las estructuras principales ya no son multilaterales; véase el Internet Governance Forum. Hoy, las instituciones multilaterales representan apenas una cuarta parte del ecosistema de gobernanza global. Las nuevas formas de coordinación operan con mayor agilidad, evidenciando una transición hacia modelos híbridos en un mundo crecientemente fragmentado.
Ante este panorama, el desafío es construir una red de normas y relaciones que permita coordinar el sistema internacional y evitar su descomposición. En un entorno donde los consensos globales son prácticamente imposibles, deben explorarse fórmulas intermedias, capaces de sostener la cooperación sin requerir la participación constante de todos ni el establecimiento de reglas universales.
La Unión Europea y España tienen la oportunidad —y la responsabilidad— de contribuir a este nuevo entramado institucional, promoviendo acuerdos alternativos que reduzcan los riesgos de una anarquía regida por la fuerza o de un orden dominado por unos pocos. Esta red no producirá normas tan formales ni uniformes como las del pasado, pero puede estabilizar las relaciones y amortiguar los choques entre actores internacionales.
En este nuevo paradigma, proliferan alianzas informales, plataformas público-privadas y mecanismos de coordinación flexible. Ejemplos como Gavi (la Alianza para las Vacunas que ha inmunizado a más de 700 millones de niños desde el año 2000), el IEEE (responsable de estándares técnicos globalmente aceptados como el del Wifi) o la ISO (Organización Internacional de Normalización, generadora, por ejemplo, de la omnipresente norma de calidad ISO/9001) reflejan esta transición. Aunque sin autoridad legal, estas instituciones logran legitimidad técnica y amplio cumplimiento voluntario. Si antes su papel era complementario al del multilateralismo, hoy podrían tener un papel mucho más central.
En este contexto, la diplomacia tradicional deja de ser monopolio de los servicios exteriores estatales: actores privados, subestatales, académicos y profesionales se convierten en protagonistas. La gobernanza global se fragmenta, se flexibiliza y se descentraliza. No se trata de elegir el modelo ideal, sino el más viable. Una red global basada en instituciones múltiples —informales, bilaterales, técnico-normativas— no garantizará certeza ni uniformidad absolutas, pero sí puede evitar el colapso del sistema.
El presente de la gobernanza global debiera descansar en mecanismos de alcance parcial, menos formales, menos universales y menos vinculantes, pero capaces de articular cooperación entre países y actores clave. Asociaciones público-privadas, acuerdos comerciales bilaterales como el alcanzado entre la UE y Mercosur, la diplomacia científica o las coalitions of the willing (coaliciones voluntarias), como las Asociaciones para una Transición Energética Justa (JETP, en sus siglas en inglés) son algunos componentes de este nuevo paisaje de coordinación internacional.
El objetivo es evitar que el mundo caiga en una peligrosa anarquía sin redes de contención. Para ello, el reto es evitar un vacío institucional global a través de estructuras flexibles y pragmáticas. Esta modalidad es más compleja y conlleva más costes de transacción, pero es la manera más realista de evitar un peligroso vacío institucional global.
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