Historia de un robo
La prensa pudo haber sido el más floreciente de los negocios en la era de la comunicación digital, pero fue víctima de un expolio que no ha terminado


Se acaba el primer cuarto de este siglo y pienso en qué le ha pasado a la industria a la que me he dedicado este tiempo. Se puede resumir en una frase: los medios, a pesar de disfrutar de unas enormes audiencias digitales, han decaído de forma rápida y furiosa. No debo irme muy lejos para justificarlo; solo sacar del armario la caja donde guardo mis primeras nóminas, ajustarlas al euro y al coste de la vida y sorprenderme por su generosidad. O rescatar del mismo lugar algún periódico de principios de siglo, lleno de páginas y de anuncios, es decir, de dinero. La historia de esta agonía importa porque no ha terminado. Como dijo al respecto la exdirectora de este periódico, Pepa Bueno, en un festival de periodismo en Granada, “las mujeres sabemos bien que la independencia es económica”. Tomemos ese viejo ejemplar que anda por casa. Rebosa anuncios de compra y venta de vivienda, de productos de segunda mano, de empleo. Cada uno de esos clasificados acabó convirtiéndose en un servicio digital (Idealista, Wallapop, LinkedIn) que pudo haber sido conservado. No lo fue. Sus responsables no supieron entender ni el futuro ni el pasado: siempre habían servido como plataforma para otros negocios, hasta que dejaron de hacerlo.
No fue culpa de la prensa, en cambio, la explotación a la que se vio sometida por las tecnológicas, que se convirtieron en los nuevos gigantes mediáticos. El enemigo era juez y parte, y se reveló como tal demasiado tarde. Volvamos a ese periódico cuyo departamento comercial no daba abasto para atender las llamadas de los anunciantes. Cuando Google implantó un sistema de subasta que facilitaba y abarataba la gestión publicitaria, esta se trasladó a internet. Radio, prensa y televisión ya no eran el único soporte, porque en un internet infinito casi cada web se financiaba con publicidad. Redes como Facebook afinaron su eficacia traficando con los datos de los usuarios. Para colmo, esos competidores eran quienes decidían cuántas visitas iban a recibir los medios. El acceso a las noticias ya no se producía de forma directa, sino a través de redes y buscadores, por lo que cualquier decisión algorítmica de terceros afectaba dramáticamente a las cuentas. Los lectores pasaron a ser tráfico. La mejor prensa se vio obligada a establecer muros de pago: buena parte de la peor, y la que respondía a intereses más oscuros, se mantuvo gratuita. Google incentivó los contenidos basura de entretenimiento a través de Discover, hoy principal fuente de audiencia para muchos digitales.
Ahora vivimos lo que Naomi Klein ha llamado “el gran robo”, la apropiación de todo el conocimiento humano por unas cuantas empresas privadas en nombre de la inteligencia artificial. Google, que redirigía un tráfico cada vez más mezquino a las noticias, ha incorporado un “ModoIA” a su página principal que lo reduce aún más. Según un análisis de noviembre de GFK, el 70% de las búsquedas no genera ningún clic, y menos del 0,2% de las consultas a los chatbots acaban en la visita a un medio. A pesar de las presiones de Donald Trump, la Comisión Europea está investigando al buscador por alimentar su IA usando sin permiso los contenidos de editores y creadores, manteniendo un acceso privilegiado a sus obras mientras les impone condiciones injustas que aceptan por miedo. La prensa pudo haber sido el más floreciente de los negocios en la era de la comunicación digital, pero fue la primera víctima del robo del siglo, y sus ejecutores no están dispuestos a dejar una sola migaja.
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