Desigualdad y democracia
La concentración de la riqueza mundial en una poderosa minoría condiciona las decisiones políticas para controlar la inequidad


La desigualdad sigue creciendo en el mundo, pero ahora lo hace en un momento crítico para la economía global, inmersa en profundos cambios geopolíticos y tecnológicos. El último World Inequality Report, avalado por economistas de prestigio como Thomas Piketty, revela que la inequidad se mantiene en niveles extremadamente altos y que en algunos aspectos incluso ha empeorado en los últimos años, lo que supone no solo una brecha dramática en términos de oportunidades sino una seria amenaza para los sistemas democráticos. Hoy, el 10% más rico de la población posee alrededor de tres cuartas partes de toda la riqueza global, mientras que la mitad más pobre apenas controla poco más del 2%. Más impactante todavía es el hecho de que menos de 60.000 personas —el 0,001 % mundial— controlen tres veces más patrimonio que los 3.000 millones de personas más pobres juntas. El crecimiento es además exponencial: desde los años noventa, la riqueza de los multimillonarios ha crecido a un ritmo del 8% anual, lo que opaca las modestas ganancias que han tenido las rentas bajas en ese tiempo.
La desigualdad se cruza con otras brechas profundas que agravan aún más la situación: la inversión en educación por niño en regiones como África subsahariana es hasta 40 veces menor que en Europa o Norteamérica, lo que condena a generaciones enteras a reproducir sus patrones vitales. El informe también recoge el hecho de que las mujeres reciben una fracción de los ingresos por hora cuando se incluye el trabajo no remunerado y sufren limitaciones estructurales en oportunidades de carrera, que no acaban de cerrarse por mucho que lleven años denunciándose. Mientras el 10% más rico genera más del 70% de las emisiones de carbono, son los pobres los más afectados por los desastres climáticos.
Son cifras que van más allá de la pura estadística: son el espejo de un mundo conformado a la medida de una élite de billonarios, mientras una parte importante de la ciudadanía no tiene garantizado el acceso a servicios básicos ni a salarios dignos. Nunca como ahora una minoría diminuta había concentrado un poder económico tan colosal al calor de la explosión de la industria financiera y, luego, de la tecnológica. La meteórica implantación de la inteligencia artificial no hará más que agudizar esa tendencia.
Hay fuerzas estructurales que alimentan esta trayectoria: sistemas fiscales que permiten la evasión masiva de impuestos por parte de multinacionales y multimillonarios, mercados financieros globalizados que favorecen a los grandes capitales, y políticas públicas que no han logrado frenar la enorme concentración de riqueza. Más aún, la influencia de las élites económicas sobre las decisiones administrativas debilita la voluntad necesaria para abordar reformas profundas. Así, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, arrancó al G-7 un compromiso que exime a la primera economía mundial de la iniciativa de la OCDE para gravar a las multinacionales con un impuesto mínimo del 15%. En Francia, por su parte, la Asamblea Nacional ha rechazado la conocida como tasa Zucman para gravar con un 2% las fortunas superiores a los 100 millones de euros.
Forjar consensos efectivos en estas circunstancias es cada vez más difícil, Mientras, la desigualdad no deja de crecer. Y con ella, la comprensible indignación de los ciudadanos, con el consiguiente riesgo de convertir la sociedad en un polvorín de desafección hacia el Estado social de derecho. Son por eso urgentes reformas legales que hagan frente a un problema que amenaza seriamente la democracia.
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