CentíMetro de Madrid
El Metro es el transporte estrella de la capital y no debe dejarse degradar de una manera tan grosera


Siete de la tarde, día laborable. Estación de Metro de Alonso Martínez. Consigo bajar de los vagones abarrotados. Hay una persona invidente con su perro lazarillo desorientado y abandonado como un náufrago en el andén. Le pregunto si puedo ayudarle. Me explica que es el cuarto tren al que intenta subirse sin lograrlo. Está intranquilo, llega tarde a una cita. Al describir el estado en el que llegan los vagones solo acierto a decirle: tendrían que bajarse cuatro o cinco personas para dejarte subir. Y de repente me acuerdo del difunto Vargas Llosa y pienso: ¿Cuándo se jodió el Metro de Madrid? Porque era uno de sus tesoros. El Madrid que conocemos, abierto y vivo, lo era porque por debajo corría una bien articulada red sanguínea que, con sus carencias, interconectaba los barrios periféricos, esos barrios que son ya la única pieza que sigue preservando algo del aura de esta ciudad ahora arrasada por un descontrolado negocio turístico.
La sanidad pública acaba de vivir otro episodio dantesco, esta vez en Andalucía. El cribado de pruebas preventivas del cáncer de mama dejó sin aviso a varios miles de mujeres en riesgo. Tendrá que analizarse con rigor lo que ha pasado, pero me temo que la explicación no va a variar demasiado de la rutina habitual: abaratar lo que es de todos. Al día de hoy, en la capital es natural que a personas a las que se les deriva desde su centro de salud a alguna prueba diagnóstica les ofrecen una cita tan lejana en el tiempo que la única solución consista en pagarse el control en uno de los muchos centros privados que han proliferado al olor del tocomocho. Incluso la propia financiación pública acaba de manera directa en las manos de centros privadas para tratar de disfrazar de solvencia lo que es enajenación y destrozo. Entre los dedos, como la arena de playa, se nos está yendo la atención general, ésa al alcance de todos. Es una degradación lenta, pero no tan lenta como pensábamos, y sutil, pero no tan sutil como piensan los responsables.
El centímetro cuadrado de Madrid y otras ciudades suculentas se ha puesto imposible. Que la vivienda sea el bien especulativo que más confianza da al rentista es trágico. Porque las ciudades cuando se convierten en hostiles generan un ciudadano irascible y desvinculado. Si el lugar en el que vives te importa y lo sientes propio, la actitud es completamente opuesta. Hay una violencia en este rechazo a sus propios jóvenes, a sus trabajadores. Hay una humillación desmesurada en ese vagón de metro donde viajas hacinado. Igual que no hay convivencia posible en condiciones miserables. El Metro de Madrid, ya es CentíMetro de Madrid, porque igual que en sus pisos, la especulación con el espacio lo convierte en inasequible. Es el transporte estrella y no debe dejarse degradar de una manera tan grosera. Nada era más igualitario en la capital que su Metro. Por mucho coche de lujo que aparque en doble fila en las calles más rutilantes del comercio banal, eran los usuarios del Metro los que se miraban de reojo convencidos de que, ellos sí, sabían vivir y moverse con calidad en la ciudad. ¿Y ahora esto? Qué tiempos de tanto desamparo nos ha tocado vivir. Va ser verdad que queda suspendida la conquista de nuevos avances para concentrarnos en defender con uñas y dientes lo ya conseguido tras décadas de esfuerzo colectivo. Y encima quieren que aplaudamos. Será con las orejas, claro, porque no hay espacio para mover los brazos.
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