Aliança Catalana: inmigración, traición y nostalgia independentista
El partido ultra nacionalista se sitúa en una derecha más dura que Vox y más secesionista que Carles Puigdemont


Aliança Catalana desafía a Carles Puigdemont. Junts asiste por primera vez en su corta historia al crecimiento imparable —según algunas encuestas— de un partido que bebe de una parte de su base de votantes. El fracaso de 2017 sigue causando estragos entre el independentismo. El partido de Sílvia Orriols, esa especie de Vox indepe —una formación soberanista y xenófoba, pero catalana— tan solo emerge ahora como una forma de protesta ante varias hipocresías del escenario del posprocés.
Primero, porque Puigdemont quizás creyó en 2023 que podía enmascarar su regreso a la gobernabilidad de España, y que le saliera gratis, pero la frustración sigue pesando demasiado entre el votante independentista. Junts ha intentado en estos dos años desmarcarse del estilo de Oriol Junqueras, poniéndoselo más difícil a Pedro Sánchez que los republicanos, quienes están completamente entregados al Gobierno. La realidad es que una parte del movimiento hace tiempo se dio cuenta de que ERC y Junts utilizan por igual sus votos en Madrid para salvarse judicialmente, primero con los indultos, luego con la amnistía. La supuesta mesa de diálogo para hablar del referéndum demuestra lo que siempre fue: una coartada para enmascarar la renuncia definitiva a la independencia como se entendió hasta 2017. La elevada abstención del independentismo en las elecciones autonómicas de 2024 rinde cuenta de ese malestar, que antes había pasado factura a Junqueras.
Segundo, existe un clima de opinión entre muchos afines a la ruptura sobre que pactar con el Gobierno de España tampoco ha resultado ser el negocio esperado. No se ha logrado la oficialidad del catalán en la Unión Europea; la cesión de la gestión del Rodalies tampoco es integral; la financiación singular para Cataluña puede quedar como un brindis al sol porque hay partidos dentro de Sumar que se oponen a ella; esta semana fracasó la cesión de competencias migratorias, limitada, porque la legislación es estatal; la amnistía de momento no ha llegado a Puigdemont. Anida la impresión de que Junts y ERC exageran sus pactos con el PSOE con tal de lograr un buen titular, o que el Gobierno también rebaja los acuerdos firmados.
Tercero, Aliança Catalana ha logrado presentarse como el independentismo verdadero a lomos de un nuevo incentivo: la nostalgia. Al movimiento le ha entrado una especie de añoranza de aquella Cataluña nacionalista de Jordi Pujol, propia de los años 90. Hoy la gente está más preocupada porque sus hijos hablen bien catalán —su uso lleva 20 años en descenso, registrando a 2025 uno de sus picos más bajos— que por cuándo habrá otro referéndum. No es casual que esa sed de “reconstrucción nacional” haya aflorado una vez fracasado el procés. En aras de ensanchar su base social, vendió la idea de que no hacía falta identificarse con la catalanidad para apoyar el Estado propio. Se centraron tanto en los supuestos “beneficios instrumentales” —económicos, sociales— de desgajarse de España, negando además las diferencias identitarias bajo el lema “un sol poble”, que el proyecto acabó vaciándose de aquel “hacer país” que CiU había apuntalado en el pasado.
Cuarto, el discurso antiinmigración penetra fácilmente en ese caldo de cultivo. Para algunos, las personas llegadas de fuera son el chivo expiatorio al que culpar de la supuesta pérdida de la “nación catalana” —pese a que hace tiempo circulan reproches a ERC y Junts por no haberse esmerado más en la defensa de la lengua cuando gobernaban—. Para otros, en cambio, es probable que existan recelos sobre el modelo de Estado de bienestar que se deriva de la llamada “Cataluña de los ocho millones” de ciudadanos —y su probable crecimiento en unos años—. Orriols explota la idea de que contener la llegada de inmigración ahora servirá para mantener la calidad de los servicios públicos —transportes, sanidad, educación…—. Ese será siempre un campo ganador para la derecha, si la izquierda acaba tachando de racista a todo ciudadano que presente cualquier duda al respecto sin ser necesariamente un xenófobo.
Por último, Orriols ha conseguido apelar a sensibilidades muy distintas. De un lado, es percibida como desacomplejadamente de derechas, frente a un Junts a ratos ambiguo, o que no sabe qué quiere ser de mayor. Del otro, sigue una línea parecida a la de Marine Le Pen en Francia: presenta a la migración musulmana como contraria a ciertos valores, y lo escenifica exhibiendo una bandera LGTBI desde la alcaldía de Ripoll —un claro guiño a votantes no conservadores—. Pese a ello, sus tesis migratorias son consideradas hasta más duras y restrictivas que las del propio Santiago Abascal, y con ello Aliança Catalana, cala en nichos que no son independentistas. Por ejemplo, a algunos jóvenes cercanos a la ultraderecha española no les agrada que Vox defienda la llegada de hispanoamericanos: querrían que Vox se opusiera a cualquier tipo de migración, tanto latina como magrebí.
Aliança Catalana ya se ha convertido en un síntoma de la frustración por el pasado reciente, y quién sabe, si en una proyección de los debates latentes ya en Cataluña y el resto de España. No es una anécdota, sino un aviso.
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