El nombre de las cosas
Importa, en tiempos de relatos, preservar los significados para que las palabras no se vacíen del todo, porque tras ellas solo vendrá algo peor


Sucedió en Macondo que el mundo era tan reciente que habían de señalar las cosas con los dedos, y eso explica que nos hagan falta los nombres, con los que parece que seamos objetivos y asépticos si a las mesas las llamamos mesas y a los coches, coches; aunque esas son convenciones que aceptamos ya de niños para que la vida nos parezca finita y abordable: del tamaño de un diccionario. El nombre que usamos para mencionar el mundo implica nuestro modo de señalar las cosas con los dedos.
La fama la tienen los adjetivos, que delatan enseguida si algo nos parece grande o pequeño, sincero o mezquino. Pero son los nombres los que describen nuestra manera de estar en el mundo si incluso se usan como pretexto. Ocurre, por ejemplo, cuando se dice que el deporte es deporte, como si eso fuera un argumento en vez de una repetición. El deporte es deporte, claro, lo mismo que Brexit era Brexit: si se repite el nombre para dar explicaciones es porque, lejos de una idea ambigua, se tiene un juicio concreto de su definición. El deporte llevaba asociados unos valores, o eso se pretendió siempre; y cada vez que se gritaba en contra del racismo o de la discriminación a nadie se le ocurría replicar que el deporte era deporte y nada más.
Se habla también de política, cuando se dice que esto no es política o que la política es para los políticos, como si ellos fueran los profesionales y el resto fuéramos los que miran y castigan o premian al cabo de cuatro años. Esa definición de la política es interesada, de quienes confunden o quieren que se confunda la política con la brega partidista. La intención de voto interesará a cada líder político, pero lo que hagan con ella no. La Constitución y todas las demás leyes se hicieron para el conjunto de los ciudadanos, que ese nombre importa como el que más. Ese nombre es, en verdad, el que más define nuestra manera de estar en el mundo.
Antes que votantes, antes que contribuyentes, antes que clientes, antes que pacientes, antes que consumidores, antes que aficionados, antes que lectores y espectadores, antes que seguidores del Barça o del Madrid, antes que socios del Athletic o de la Real, lo que somos encaja en esa palabra que lleva asociada un compromiso: ciudadanos. De esa palabra —cuyo intento de apropiación partidista fracasó— dice la RAE en su tercera acepción: persona considerada como miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido a sus leyes.
Importa el nombre que demos a las cosas, mucho más que los adjetivos. Importa que llamemos mesas a las mesas y coches a los coches. Importa, en tiempos de relatos, preservar los significados para que los nombres no se vacíen del todo porque, si se vacían, después de las palabras solo vendrá algo peor. Importa distinguir entre una matanza, una guerra y un genocidio e importa usar las palabras en sus justos términos, porque esa capacidad guardará hasta el final nuestra libertad: la de poder mencionar las cosas por su nombre.
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