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Un funeral en Pekín

La premisa es que no existen valores universalmente válidos, solo civilizaciones distintas y sistemas diferentes

ilustración Bascuñán 7 de septiembre 2025
Máriam Martínez-Bascuñán

Es miércoles de septiembre, un día nublado en Pekín, y Xi Jinping pasa revista a sus tropas junto a Putin, Kim Jong-un y Pezeshkian, quienes asienten con cara de palo ante el espectáculo, conscientes de que lo que presencian (y en cierto modo protagonizan) no es una simple demostración de fuerza militar, sino el funeral solemne de 500 años de pensamiento occidental. La imagen no muestra una simple alianza, sino la primera cumbre internacional posuniversal de la historia. Por primera vez desde el Renacimiento, una potencia global reúne bajo su palio a líderes extranjeros con la premisa de que no existen valores universalmente válidos, solo civilizaciones distintas y sistemas diferentes. Sin jerarquías morales impuestas. Sin modelos autodeclarados superiores. Sin universales exportados por la fuerza. Xi ni siquiera propone un mundo mejor; solo uno sin la obligación occidental de ser mejores. Su ventaja ha sido la paciencia estratégica, construir alianzas alternativas mientras Occidente se autoflagelaba en Irak, Libia y Afganistán. Por eso su victoria no es solo geopolítica, pues acaba de lograr algo inédito: convertir la ausencia de superioridad moral en clara ventaja competitiva. Frente al universalismo occidental, soberanía westfaliana extrema. Cada civilización define sus valores. Nadie juzga a nadie. Todos comercian.

El giro es también filosófico. Xi entierra en directo el proyecto fundacional de la Ilustración, la idea kantiana de que la razón puede descubrir principios universales válidos para todos. Durante siglos, Occidente construyó su legitimidad sobre la premisa de haber descubierto verdades morales universales (derechos, democracia, dignidad humana), pero el impertérrito Xi ha elegido bando ganador en una disputa filosófica centenaria: la inconmensurabilidad de perspectivas de John Gray frente al cosmopolitismo del filósofo de Königsberg. Los valores que llamamos “universales” son solo herramientas de dominación cultural disfrazadas de descubrimientos racionales. Y el efecto es curioso: renunciar al discurso de la superioridad moral da más credibilidad que afirmarlo mientras se viola la propia ética. China no necesita demostrar que es mejor porque le basta con mostrar que Occidente no lo es. Es ahí donde encuentra su autoridad: mientras nosotros predicamos y fallamos, China ofrece su fría coherencia pragmática. El reciente acuerdo de la UE con Mercosur es otra confesión involuntaria de la derrota: aceptamos importar productos que violan nuestras normas ambientales y laborales para ser relevantes comercialmente. O al menos parecerlo. De potencia normativa a mercado adaptativo.

Pero, ¿qué pasa si desaparecen los mínimos estándares compartidos? ¿Si la tortura, la opresión o el genocidio son solo asuntos internos que nadie debe juzgar? ¿Cómo distinguir entre diferencia cultural y barbarie? A su manera, China libera a ese Sur Global que se reúne cada vez más en Pekín. Frente a las altivas exigencias occidentales de alineación ideológica total, ofrece algo más pragmático y menos humillante: “Vengan como son, y rechacemos juntos solo lo que no nos gusta”. No juzguemos. No impongamos. Comerciemos. Pero tras siglos de hipocresía occidental, de colonialismo civilizador y guerras “humanitarias” que destruyeron países enteros, quizá sea ahora, en este desolador ocaso, cuando descubramos la importancia, esta sí inconmensurable, de la universalidad de valores y derechos imaginados por nuestros antepasados.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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