Ceuta y Melilla, en positivo
Las Ciudades Autónomas, de las que a veces se duda sobre su futuro, merecen un relato renovado como modelo de convivencia democrática y un estatuto europeo singular
En 2021, tras la corta pero grave crisis migratoria vivida con Marruecos, el CIS preguntó por Ceuta y Melilla. El 75,4% dijo considerarlas tan españolas como Málaga o A Coruña, aunque solo el 53,6% tenía confianza que seguirán siéndolo en 20 años. Hace poco, el Barómetro del Real Instituto Elcano mostró otro hallazgo incómodo: la opinión pública identifica al vecino meridional como la primera amenaza externa, por delante de Rusia. Puede que esa inquietud resulte exagerada, pero sería un autoengaño pretender que no existe irredentismo marroquí o ignorar que buena parte del mundo asocia injustamente las dos ciudades con la sombría frontera que las rodea.
Es verdad que el título legal de la soberanía española es fuerte y no hay una controversia internacionalizada. Sin embargo, en el actual contexto de erosión del orden mundial basado en reglas, ni el derecho a la integridad territorial ni la ONU bastan para tranquilizar. La diplomacia española es consciente y por eso presiona para que la OTAN afirme proteger cada centímetro cuadrado de sus miembros, incluyendo los que quedan fuera de la definición tradicional de Atlántico norte.
Es importante mantener una posición sólida en las dimensiones jurídica y de seguridad, incluyendo mayor presupuesto militar nacional. Pero también parece oportuno no estar solo a la defensiva —nunca mejor dicho— y formular una estrategia política proactiva que, manteniendo la mejor cooperación bilateral posible con el Gobierno de Rabat, tome en serio que este pugna por anexionar parte del territorio constitucional de España.
El desafío aconseja actuar al menos en tres frentes: renovar el discurso sobre las dos Ciudades Autónomas en torno a su condición de integrantes de una democracia avanzada, europeizar de modo tangible su estatus con particular atención a la gestión fronteriza, y revitalizar la defensa de la soberanía sin resabios que puedan sonar rancios.
Ceuta y Melilla cuentan hoy con ingredientes excelentes para esa nueva narrativa. Atesoran un vibrante ambiente multicultural y multirreligioso donde son de plena aplicación los derechos humanos protegidos por el Consejo de Europa y los valores fundamentales de la UE, incluyendo el Estado de derecho y los principios de tolerancia, respeto a las minorías, e igualdad entre hombres y mujeres. Su realidad debe ser contada para que se aprecie y genere deseo de protección. Timothy Garton Ash la evoca de modo gráfico en su libro Europa, con una sola frase de Suleika Ahmed, una joven española de origen marroquí que creció cerca de la valla: “Si hubiera nacido solo unos metros más allá, mi vida sería totalmente distinta”.
Existe, pues, obligación de preservar la seguridad democrática de los 170.000 europeos que allí viven, así como de respetar los derechos de migrantes y solicitantes de asilo en la zona fronteriza. Las especificidades de ambas ciudades avalan impulsar un estatuto singular en la UE que atienda a su fragilidad económica y a la extrema complejidad migratoria, caso único en el espacio Schengen, que aconseja la presencia simbólica y operativa de la Agencia Frontex. La disfuncionalidad de la frontera comercial también podría abocar a la integración plena en la unión aduanera europea. Implicar más a Bruselas resulta indeseable para Rabat, a quien molestó mucho la condena del Parlamento Europeo por su conducta agresiva en 2021. Pero la toma de conciencia entre los Veintisiete sobre el respeto a las fronteras tras la guerra en Ucrania, unido al desconcierto que genera Donald Trump, hace de la europeización un desarrollo singularmente recomendable.
Por supuesto, no hay que meter ningún dedo en ojo ajeno. El objetivo es defender el caso propio sin necesidad de denigrar a nadie como autoritario ni de usar argumentos condescendientes. Eso ocurre, por cierto, al esgrimir de modo algo ofensivo que las ciudades son españolas desde muchísimo antes de que se independizase Marruecos en 1956. Porque la españolidad de Ceuta y Melilla no sufriría ni siquiera aceptando el mito de la historiografía nacionalista marroquí que data el origen de su Estado en el remoto siglo VIII.
Al contrario, afirmar una relación muy antigua con el reino norteafricano frena apelaciones tergiversadas y efectistas al colonialismo. A final de la Edad Media, la Península había sido invadida sucesivamente por almorávides, almohades y meriníes. Y, como recuerda David Ringrose al estudiar el origen de la expansión de los europeos, estos seguían sin ser los más poderosos cuando Ceuta se incorporó a Portugal y Melilla a Castilla. El hecho es que el título originario sobre las dos ciudades se remonta a la fundación misma de España, una época en que la balcánica Constantinopla pasó a ser turca o las Islas del Canal inglesas, pese a estar en la costa francesa; tres ejemplos de que, allí donde la historia ha sido larga, la geografía no es determinista. Solo la ultraderecha griega se atreve a reivindicar Estambul. Pero una relación respetuosa entre viejas naciones lleva a no discutir los territorios que forman parte del otro Estado desde su génesis.
La estrategia asertiva aquí propuesta —relato en positivo y paraguas protector europeo más sólido— debe proyectarse al exterior, pero sobre todo en casa: para reducir la incertidumbre ciudadana mencionada al principio y para reconocer a ceutíes y melillenses su valioso modelo de convivencia democrática en el Mediterráneo sur.
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