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Tribuna
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La Giralda y el Big Ben, o los desastres del Brexit

El país del que tantos aprendieron las sutilezas de las instituciones liberales es el mismo que nos ha dado la primera gran lección contemporánea de antipolítica

Peyró 23 agosto 2025
Ignacio Peyró

Hay un lugar en Inglaterra donde sigue siendo 1974. Se trata de Oslo Court, que es a la vez restaurante y experiencia inmersiva: uno cree estar en este mundo y, tras cruzar la puerta, resulta que ha entrado —todo rosas, azules y mullidos— en un capítulo de Vacaciones en el mar. La misma carta parece responder a la intuición de que el mejor plato es el que puede flambearse, y uno imagina que, cuando el cóctel de gambas entró en el menú, hubo debate: ¿no estaremos pecando de modernos? Ojo: que nadie se imagine que es un lugar de lores y vizcondes. Es más el tipo de sitio donde la abuela invita a comer, alguien celebra su 56 cumpleaños con amigos o unos novios jóvenes se permiten soñar que llevan juntos toda la vida. Oslo Court también se ha convertido en una capilla a la que las gentes de Londres acuden para hacer sus ejercicios espirituales de nostalgia culinaria y, conforme corre la salsa Worcester, ir evocando un país donde se bebía té y no specialty coffee, Harrod’s no era para millonarios del Golfo y el sistema métrico decimal recibía el tratamiento de una especie invasora. En buena parte, sí, es una nostalgia de lo no vivido, pero en la nostalgia siempre ha importado más el zarpazo del anhelo que la verdad de lo anhelado. No es esta la única paradoja que la nostalgia regatea, ni la única contradicción que cabalga. Tómese Oslo Court. Es un alcázar de la britanidad, y a la vez su nombre viene de unos soldados noruegos, su camarero más célebre —votado el mejor de Reino Unido— es de Egipto, su cocina blasona raíz francesa y el propio restaurante lo lleva, desde hace décadas, una familia gallega con la perfección que solemos atribuir a los suizos. A quienes vienen aquí en busca de una pureza perdida tal vez se les escape la ironía de que la britanidad reside precisamente en esa mezcla. (Y, para ser justos, en la contención de las expansiones mediterráneas del recetario. Una célebre comedia se titulaba “Sexo no, por favor, somos británicos”. Lo que valía para el sexo sigue valiendo para el ajo).

La añoranza de un mundo como este, detenido en áspic, es gratuita e incluso placentera si se limita a alguna vagarosidad estética o culinaria. Hay, de hecho, una anglofilia de tweeds, solomillos Wellington y casitas en los Cotswolds que los propios británicos abrazan, que les ha vendido muchos todoterrenos e impermeables en el mundo y que ha constituido, en fin, un capital simbólico envidiable para el país. Pero había una anglofilia más ilustrada: aquella que durante siglos apreció el talento británico para las instituciones, el pragmatismo, la flexibilidad, el talante liberal, la capacidad de mantener las tradiciones sin vivir por el retrovisor; esos debates donde la ira se escudaba detrás del humor y, hasta descubrir el insulto, había que atravesar muchas capas de ingenio. Esta anglofilia, digamos, política, ha sido un santo y seña de civilización, y era la que en última instancia iluminaba cualquier posible anglofilia estética. Pasados diez años, sin embargo, de la convocatoria del referéndum del Brexit, y un año del destierro gubernamental del partido que lo convocó, cumple describir los resultados de convertir la nostalgia de lujo personal en pasión política. Para los británicos, su peor hora. Para los demás, el adiós a la anglofilia política y la consiguiente amortización de la estética. Y una lectura amarga de nuestro mundo al considerar que el país del que tantos aprendieron las sutilezas de las instituciones liberales es el mismo que nos ha dado la primera gran lección contemporánea de antipolítica. El país que no fallaba, el país al que volverse, desde los tiempos de Voltaire hasta los de Mary Quant, como consuelo o inspiración en materia de tolerancia y libertades, caía en un populismo autoinmune.

Cabe pensar que el Brexit ofrece un consuelo enrevesado: por mal que los demás hagamos las cosas, va a costar encontrar un país que haya trabajado con tanto sistema, eficacia y persistencia contra sus propios intereses. El Brexit ha sido la sustantivación política de un mal que la política no puede resolver: el resarcimiento de una larga historia de pasiones envenenadas de Reino Unido al calor de su contacto con el continente. En su lógica ensimismada, no podía haber un solo pensamiento para el daño que el país ha hecho al mayor patrimonio que le quedaba: su prestigio. Esas son cosas que se están aprendiendo, como diría Quevedo, “tarde y con dolor”, aunque no porque no anduvieran avisados. Incluso quienes no tenemos un átomo de federalistas pudimos ver la preparación que, en el largo proceso negociador, proyectó la Unión Europea y la vergüenza ajena que, con sus improvisaciones, nos podía haber ahorrado la administración británica. He ahí otro consuelo enrevesado: ver el Brexit ha domado a los euroescépticos de toda Europa.

Es más importante aún subrayar cómo ver el Brexit ha llevado a un estado de opinión según el cual una inmensa mayoría votaría hoy en contra y una mayoría exigua incluso votaría el reingreso. Con todo, la manera más práctica de reconocer que el Brexit no solo no ha sido un éxito sino que fue un error está en los pasos que ha empezado a dar Keir Starmer —antiguo remainer— para recomponer las relaciones con la UE. Llamativo: el Brexit se votó en clave de identidad nacional, para “recuperar el control”, pero sus frutos, como era de esperar, se ciñen a su papel en el concierto de las naciones. ¿Cree alguien que hoy Reino Unido es más relevante, más respetado, en su camino hacia potencia media, que cuando era hijo consentido en la UE? En cuanto han arreciado los vientos de la geopolítica, Reino Unido ha acudido a sus socios europeos naturales, y la “relación especial” con Estados Unidos es tener una silla más entre esos mismos europeos. Por supuesto, Starmer está intentando seguir una peculiar tradición británica por la cual la izquierda (Blair, Brown) asume la responsabilidad que se le presume a la derecha, en tanto que la derecha es audaz (Macmillan) como se supone debiera serlo la izquierda.

Hace muchos años que Dean Acheson emitió una opinión que el tiempo ha convertido en vaticinio: Gran Bretaña perdió un imperio y aún no encontró su papel en el mundo. Un ejemplo: en el espacio de una década, el mismo país que lideró la expansión al Este del proyecto europeo terminó saliéndose de él en buena parte por la inmigración del Este. Tras centrar toda la opinión pública en el mismo debate, y con una clase dirigente alimentada de la energía del conflicto, el proyecto Brexit concluye y no hay más proyecto. Resultado: el Reino Unido recibe más inmigrantes que antes, solo que los fontaneros no son polacos, sino eritreos.

Hubo, previo al Brexit, un relato sobre el declinar de Gran Bretaña por el cual sus ciudadanos quedarían obligados a reconquistar su soberanía. Esta declinología era más bien otro vaticinio. El Brexit obliga a reescribir las últimas décadas de vida británica desde el prisma de la decadencia imperial: un declive acelerado ya en el siglo XXI por una clase de poder irresponsable que, desde la cúpula tory, se creía dueña del país. Al final, “el partido de la nación”, el gran partido de Occidente cambió sus políticas por el Brexit y elevó un debate interno a un problema para Gran Bretaña y la UE. Hoy el partido tory es el copero de Farage, y es Farage y no el partido tory quien domina las encuestas. El bucle de la nostalgia, como prueba la segunda vuelta de Trump, nunca se termina de devanar.

El Brexit ha sido un cultivo de todos los malestares políticos de la época: la responsabilidad de las elites, la discusión sobre la soberanía, tecnologías, desinformación, sentimentalización de la política, polarización en el seno de una sociedad y un populismo puro que busca enfrentar a un pueblo contra un establishment. Quienes pensaran que el tiempo iba a normalizar y redimensionar el Brexit estaban en lo cierto: el problema es más grande de lo pensado; el país, no. Mientras padecen por las plegarias atendidas, algunos seguirán buscando en Oslo Court “la patria imposible, que no es de este mundo”. Aunque ni siquiera llueve como antes y hace ya tanto calor que hay quien confunde el Big Ben con la Giralda.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, dirige el centro de Roma. Su último libro es 'El español que enamoró al mundo'.
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