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TRIBUNA
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El problema de la sociedad exponencial

Tenemos una política cortoplacista ante dinámicas han alcanzado unas dimensiones que sobrepasan ciertos límites naturales o que plantean daños irreversibles

El problema de la sociedad exponencial. Daniel Innerarity
Daniel Innerarity

Durante la pandemia nos familiarizamos con una serie de gráficos que hacían visualmente comprensible el concepto de desarrollo exponencial, en aquel caso el de los contagios y fallecimientos. No era algo nuevo. Conocíamos incrementos acelerados en diversos fenómenos y procesos, pero tal vez entonces entendimos mejor que nunca el desastre asociado a una variable dañina que crece fuera de control. Aprendimos también que la mejor manera de hacer frente a un desarrollo exponencial consistía en adoptar una serie de medidas gracias a las cuales se pudiera “doblegar la curva” de contagios y reducir su velocidad de propagación.

La diferencia entre los cambios lineales y los cambios exponenciales es que en aquellos el crecimiento es constante, mientras que en estos se acelera, de modo que el incremento termina alcanzando una fase casi vertical; este aumento vertiginoso se representa con curvas que se elevan bruscamente y en periodos cada vez más cortos de tiempo. Además, se da la circunstancia de que muchas de estas curvas se relacionan entre sí (el incremento de la temperatura impulsa la migración y radicaliza la polarización política en las sociedades de destino; el envejecimiento de la población dispara el número de las enfermedades asociadas con la edad; cuanta más digitalización, más difusión de las noticias falsas, por mencionar solo algunos ejemplos) y esa interrelación potencia su aceleración catastrófica. Por si fuera poco, no hay quien se ocupe de su interdependencia, en la teoría y en la práctica: las disciplinas especializadas solo saben de lo suyo, y los responsables políticos se limitan a gestionar sus competencias propias; falta una perspectiva macroagregada y una autoridad legítima para regular una intervención coordinada que pudiera moderarlas y neutralizar su potencial destructivo.

En otras sociedades había ciclos, repeticiones o cambios suaves, e incluso revoluciones bruscas, pero apenas conocían el incremento exponencial: en las sociedades actuales casi todas las evoluciones relevantes siguen un patrón exponencial. El hecho de que actualmente haya tantos desarrollos exponenciales (crisis ecológica, aumento de los incendios, movilidad, turismo, envejecimiento, migración, digitalización, conectividad, producción de basura, viralidad de la comunicación, desarrollo tecnológico, polarización, desigualdad, incremento de la población, aceleración, obsolescencia...) permite calificarnos como una “sociedad exponencial” (Emanuel Deutschmann). Vivimos en una sociedad que está enfrentada a sus límites críticos y que no sabe cómo estabilizarse, lo que produce unas tensiones y conflictos específicos. Esta situación precatastrófica es lo que explica que estén apareciendo tantos escenarios de suma cero y que se endurezca la confrontación política. El tiempo acelerado no distribuye oportunidades para todos sino un mismo patrón de comportamiento angustiado, tan explicable como inútil: salvarse a costa de otros.

Una de las peores respuestas a este tipo de crisis es la de confiar su solución a la aceleración de los procesos. Jason Hickel ha etiquetado como crecimientismo (growthism) diversas formas de aceleración social cuyo común denominador es propiciar un desarrollo irreflexivo de procesos exponenciales: tecnología sin regulación, crecimiento económico sin consideración del impacto ambiental, oportunismo político que genera sospecha y degrada la conversación pública, desconfianza hacia los procedimientos democráticos a los que se asocia con una prescindible lentitud, la fijación en lo inmediato a expensas del largo plazo, la hipérbole crítica que no solo daña la reputación del adversario sino la credibilidad política en general, el aumento de la desigualdad que erosiona la cohesión social, el crecimiento irresponsable de la deuda... A veces, estas evoluciones catastróficas tienen su origen en el desconocimiento de su resultado final, pero en otros casos responden a un empecinamiento ideológico frente a cualquier forma de límite. El programa de eficiencia de la Administración pública ensayado por Elon Musk o la asociación que Javier Milei hace del Estado con la lentitud burocrática responden a una similar batalla ideológica que culpa de los problemas sociales a las trabas de la Administración, a su tamaño y su obsesión regulatoria. Las promesas de expansión ilimitada de los tecnosolucionistas han sido precedidas por una crítica sistemática hacia lo que, desde posiciones libertarias, se despreciaba como cultura de la prohibición o furor regulatorio.

En el ámbito de la digitalización y la inteligencia artificial podemos encontrar una similar propuesta expansiva de huida hacia delante: la creencia de que el ámbito digital nos libera a los humanos de aquellos límites que corresponden a nuestra realidad física. Aquí habría que mencionar el proyecto de Mark Zuckerberg de emigrar al metaverso o las diversas plataformas que ofrecen formas de transacción, oportunidades y experiencias, donde estaríamos supuestamente a salvo de las crisis provocadas por el mundo analógico. Es una promesa más radical que la de escapar a Marte para ponerse a salvo de la catástrofe, ya que se trataría de salvarnos de nosotros mismos, de algunas de nuestras dimensiones a las que se entiende como prescindibles. El señuelo de este viaje consiste en creer que el espacio digital puede desarrollarse equilibradamente si no hemos alcanzado la estabilización necesaria en el mundo material (económico, social y ecológico) e incluso pensando que dicha huida sería la solución a los problemas exponenciales que tenemos.

Mientras tanto, la política, en su formato tradicional, sigue sin enterarse de la fiesta (del drama, en este caso); su cortoplacismo le impide dotarse de la visión e instrumentos que serían necesarios para proporcionar al sistema social la estabilización que esperamos de ella. Tenemos una política focalizada en ciclos demasiado cortos en unos momentos en los que demasiadas dinámicas han alcanzado unas dimensiones que sobrepasan ciertos límites naturales o que plantean daños irreversibles, graves crisis y problemas, de modo que continuar con esa velocidad resulta especialmente peligroso e incluso catastrófico (y ya no en un futuro lejano).

¿De qué modo podríamos entonces doblegar las curvas y equilibrar su crecimiento? ¿Cómo frenar a tiempo el desarrollo exponencial y transformarlo en una dinámica sostenible, estable, justa y que asegure un horizonte temporal largo?

Las soluciones más habituales son poco realistas porque no se toman suficientemente en serio el desastre al que nos encaminamos o porque desconocen la condición humana. Por un lado, las recetas de la adaptación y la resiliencia, que tienen en común la aceptación resignada de unas circunstancias sobre cuya configuración se supone que no tenemos ninguna capacidad; son respuestas continuistas y reactivas, sin iniciativa y voluntad de transformación. Por otro lado, la propuesta del decrecimiento, razonable en muchos aspectos, pero irrealista como fórmula general, ya que los humanos no podemos frenar todo el crecimiento ni es verosímil que renunciemos a ciertos incrementos. Estabilizar no significa mantener las cosas como están (lo que suele ser imposible y constituye el riesgo del que hablamos), sino corregir a tiempo aquellas variables con desarrollo exponencial peligroso, de modo que no se rebasen ciertos límites. La estabilización no es lo contrario del crecimiento sino su condición de posibilidad. No hay prosperidad futura sin respeto a las condiciones vitales de las que depende.

Se ha acabado ese mundo que podía incrementar despreocupadamente unas posibilidades ilimitadas. Lo que ahora tenemos es un mundo con límites que han de ser tomados en serio, con recursos escasos, que hay que estabilizar con moderación, sentido de lo común e inteligencia cooperativa. La cuestión de fondo es saber qué tipo de límites debemos imponernos y cómo hacerlo democráticamente. Esa autolimitación debe ser acordada colectivamente, de manera que se repartan equitativamente los costes y sea aceptada como una limitación que no se nos impone arbitrariamente, que puede calificarse como democrática.

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