Lo inquietante de la cumbre de Alaska es que pueda salir algo
Siete años después de su último encuentro, Vladímir Putin y Donald Trump llegan a Anchorage no solo con propósitos distintos, sino también con diferentes apremios de calendario
Lo único que no cabe esperar de la cumbre entre Donald Trump y Vladímir Putin, este viernes en Alaska, es que se anuncie un acuerdo de paz para Ucrania ni que Volodímir Zelenski o algún mandatario de la UE hagan acto de presencia. Todo lo demás queda al albur de lo que decidan, en un rampante ejercicio de imperialismo, un perseguido por el Tribunal Penal Internacional, acusado de crímenes de guerra, y un delincuente convicto (además de golpista in pectore). Siete años después de su último encuentro personal, Putin y Trump llegan a Anchorage no solo con propósitos distintos, sino también con diferentes apremios de calendario.
A Putin le frustra no haber rematado hace mucho tiempo su “operación especial militar” en Ucrania. Aun así, contando con que al menos sus tropas siguen avanzando sobre el terreno y su economía sigue resistiendo el castigo de las sanciones internacionales, sigue convencido de que el tiempo todavía corre a su favor. Hoy su mayor temor no es de naturaleza militar, sino económica. Por un lado, le asusta que los aliados occidentales de Kiev decidan finalmente apropiarse de los fondos que mantienen congelados desde el inicio de la invasión (unos 300.000 millones de dólares), empleándolos para financiar la resistencia militar ucrania hasta el punto de hacer infructuosa su apuesta belicista. Y, por otro, le produce insomnio la posibilidad de que Washington termine por aplicar elevados aranceles de castigo a China y la India, con la intención de cortar las dos principales vías de sostén económico y tecnológico con las que cuenta Moscú. Calcula que, para impedirlo, le basta con tener a Trump de su lado, aparentando una difusa voluntad de negociación que en el fondo no le compromete a nada y que le permite mantener la iniciativa estratégica sobre el terreno.
Dicho de otro modo, en estas circunstancias, Putin no necesita un acuerdo a corto plazo, pero está dispuesto a seguirle el juego a un Trump apurado por dos factores. El primero responde a un cálculo geopolítico ligado a la necesidad estadounidense de liberar recursos de zonas en las que no estén en juego sus intereses vitales (como Ucrania) para hacer frente al desafío que le plantea China como principal rival estratégico por la hegemonía mundial. El segundo, respondiendo directamente a su megalómano narcisismo, parte de su convicción de que el logro de un pacto con Putin sobre Ucrania —el que sea, aunque quede a años luz de lo que Kiev y Bruselas puedan considerar un acuerdo justo y duradero— le garantiza la obtención del Nobel de la Paz, del que se considera sobradamente merecedor.
Por eso, para mayor inquietud de un Zelenski desesperado y una UE cada día más sumisa al dictado de Washington, de Alaska puede salir algo. Algo que ambos mandatarios puedan presentar como supuesta prueba de su amor por la paz; aunque solo sea un ambiguo y temporal cese de hostilidades, sin forzar a Putin a renunciar a ninguna de sus pretensiones maximalistas (lograr la renuncia de Kiev a parte de su territorio y a ingresar en la OTAN, así como la reducción de su capacidad militar hasta el nivel que Moscú considere conveniente). Ambos calculan que un gesto como ese supondría de inmediato dejar a Zelenski —al que Trump acusa de ser el iniciador del conflicto y al que Putin ni siquiera reconoce como interlocutor válido— retratado como un enemigo de la paz, al verse obligado a rechazar lo que hayan decidido. Por su parte, Putin puede seguir soñando con verse tratado nuevamente como un grande, ver a Rusia libre de sanciones y a Ucrania anclada a la órbita rusa; mientras que Trump puede hacer lo propio, suspirando por verse aclamado como el mejor negociador y pacificador planetario.
Entre uno y otro, lo que queda es un Zelenski crecientemente criticado por los suyos, sin recursos propios para romper un guion que lo convierte ya en una pieza desechable a corto plazo. Sus denodados esfuerzos por resistirse a las evidencias derivadas de sus propias limitaciones y de la falta de voluntad de sus aliados por ir más allá de lo que marque Washington no le permiten escapar a la generalizada convicción de que finalmente tendrá que aceptar una significativa pérdida de territorio; hablar de “intercambio” de territorios es una más de las falacias promovidas por Washington y Moscú, cuando tanto Donetsk y Lugansk como Jersón y Zaporiyia son suelo ucranio.
Tampoco la UE llega a este punto en mejores condiciones, ceñida a una estrategia que parece limitarse a no contrariar al estrambótico inquilino de la Casa Blanca, aunque eso arruine su sueño de convertirse algún día en un verdadero actor de envergadura mundial. Y si mañana, junto con Zelenski, es invitada a participar en una nueva reunión junto a Trump y Putin, solo será para validar lo que estos últimos decidan en función de sus propios intereses.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.