El debate | ¿Debería estar prohibido hacerse selfis en los museos?
Entre los dilemas que afrontan los museos en la era de la masificación turística está el de permitir o no fotografiarse ante las obras más famosas. El Prado no lo permite, pero otros no ponen restricciones a una práctica que redunda en promoción

El Prado es casi el único de los grandes museos del mundo que no deja hacerse selfis —ni tomar fotos en general— en sus salas. En una era de turismo masivo y redes sociales, donde todas las principales pinacotecas tienen presencia, la cuestión de las autofotos en los museos ha renacido tras la decisión de la Galería de los Uffizi, en Florencia, de limitar el uso de móviles después de que un turista rompiera en junio un cuadro al retratarse.
Estrella de Diego, catedrática de Historia del Arte, defiende que es mejor desterrar las fotos para admirar la obra y respetar a quienes quieren verla. Para el periodista experto en arte Miguel Ángel García Vega el principal peligro no son las autofotos, sino la falsa idea de que un museo y su programación es mejor cuántos más visitas tenga
Hay otra vida sin selfis
Estrella de Diego
Un día cualquiera en un museo cualquiera, una persona va paseando por las salas; entra en una, se pone frente a una obra popular y se hace un selfi. Con la pericia de quienes controlan las redes, lo sube a su Instagram —TikTok o Threads— entusiasta: “Esta mañana en el museo, viendo mi obra favorita”. Luego sale por la puerta y piensa dónde sacarse el siguiente selfi. La visita al museo ha sido el mejor de los escenarios: no ha habido víctimas ni daños colaterales.
Sin embargo, en el segundo emplazamiento para el post tal vez la suerte no sea tanta: “Acantilado superchulo”. Hay que ponerse al borde para obtener la mejor imagen. Así. No, un poco más, que en este tipo de paisajes naturales el riesgo es un plus. Todos esperan retratarse subrayando el riesgo y aspiran, en primer lugar, a superar el de otros. Así que a un paso atrás le sigue otro. Y luego otro, para que la foto quede mejor al colgarla. Se pierde pie. Vaya. Esta vez parece que sí puede haber víctimas o, al menos, daños colaterales. Un equipo de expertos tiene que rescatar a la damisela o al damiselo en apuros —despliegue público para catástrofes— y, lo peor, a menudo con riesgo personal. ¿Cómo no fue consciente el protagonista del peligro? Seguramente, porque el mundo de las redes ha creado un tipo de realidad paralela sobre la propia vida, donde nada sucede en serio.
El selfi tiene aquí su reino de las tinieblas, y viene a la memoria la pregunta irónica del artista Vito Acconci hace décadas: dónde van los presentadores de las noticias cuando la tele se apaga. Buena parte de los selfis habitan en esa realidad paralela e intangible para la cual trabaja el dispositivo. En esos selfis para las redes estamos y no estamos, un poco igual que los presentadores de las noticias cuando se ha apagado el televisor. A nuestros selfis les acaban pasando cosas más excitantes, si bien la apariencia es otro de sus reinos, y quienes miran creen que la visita al museo duró horas y las vistas desde el acantilado no acabaron en accidente. También hay selfis que aspiran a preservar un momento con amigos. Se ha hecho siempre. Antes se ponía la cámara en automático y se colocaba uno con el grupo. La foto, ahora y desde su invención, soporta la extraña tarea de preservar momentos que se han ido; un repositorio, pues, de melancolía.
Pero volvamos a la sala del museo en la cual habíamos empezado el paseo hace unas líneas para cambiar un poco el final de la historia. Dejemos a un lado cierta cuestión que no es menor: si uno se pone a hacerse selfis tiende a no mirar las obras ni a disfrutarlas. Sobre este punto incluso se podría no opinar: cada cual puede hacer con su entrada al museo lo que quiera. Sin embargo, nuestro protagonista está tratando de hacerse el citado selfi frente a El lavatorio, de Tintoretto, en el Prado. Vaya fotón, piensa. Busca el buen ángulo —le han dicho que aparece hacia un lado— y, al buscarlo, molesta a las personas que aspiran a ver las obras —sí, ver las obras y disfrutar de ellas, qué cosas—. Les molesta porque se pone en medio y hace gestos raros buscando el plano. No da con él. Un paso atrás y a un lado. Vaya. Acaba de rozar el lienzo o, peor aún, le ha hecho un siete. Una persona en la sala hace una foto de lo ocurrido que colgará de inmediato. Al final, ¿ha visto alguien de verdad El lavatorio?
Afortunadamente, en el Museo del Prado la catástrofe imaginada no podría suceder: las fotos, si ocurren, son clandestinas. La medida, que a veces cuesta al Prado algunas críticas y protestas, preserva un museo muy lleno de molestias extra a los visitantes y posibles daños a las pinturas. El Prado se mantiene firme en su postura: respeto ético hacia la obra y hacia los que quieren verla. Sospecho que le van a seguir otros pronto. La primera en hacerlo ha sido la Galería de los Uffizi en Florencia tras el daño causado a una obra al ir un visitante hacia atrás para buscar el mejor ángulo mientras su acompañante sacaba la foto. Prohibidas las fotos souvenir en las salas. De verdad, hay opciones. La mejor, admirar la obra. Aunque eso requiere tiempo.
La memoria popular del siglo XXI
Miguel Ángel García Vega
Estos días en que el aire parece hervir, muchos han convertido a los turistas en la principal amenaza para el patrimonio cultural e histórico. Uno de los grandes errores que puede cometer un museo es no saber leer los tiempos que vive. Todos son diferentes. Los chicos más jóvenes han adoptado un término que se escribe como lija: FOMO. Fear of Missing Out. ¿Qué significa? El miedo a quedarse fuera, a perder la experiencia. Vivimos la época del recuerdo y, por ejemplo, tomarse un selfi delante del Guernica es memoria. A nadie se le ocurriría prohibir el uso del móvil en un concierto de Taylor Swift o de Bruce Springsteen.
Los grandes museos, sobre todo de maestros antiguos, persiguen la atención de estos jóvenes. Y la forma de comunicarse es a través de las redes. ¿Quién les niega ahora que se hagan un selfi para subirlo a Instagram? Las instituciones, todas, quieren este público. Sembraron tecnología y recogen tecnología. La National Gallery londinense, que en 2024 celebró su bicentenario y permite los selfis, recibió el año pasado a 4.713.519 visitantes, pero sus visitas digitales fueron 159 millones.
El Reina Sofía actúa igual. Tamiza las redes sociales. Extrae oro de X (756.841 seguidores), Instagram (522.537), Facebook (428.943) y Bluesky (3.770). Hasta julio, sumaba un poco más de un millón de visitas. Le penaliza que el Palacio de Cristal y el de Velázquez estén cerrados por obras; con normalidad, la cifra sería mayor. Y los selfis —sin el odioso palo— están permitidos. Cerca, el Prado, que prohíbe las fotos— llega a agosto con más de 2.153.000 personas que han recorrido sus salas. Pinta un año récord. En TikTok se dispara con 624.800 seguidores. La pinacoteca se escuda en que todo el mundo querría fotografiarse con Las meninas y eso pondría en riesgo el cuadro. Esa reflexión resultaría equivalente en otras instituciones. Incluso Miguel Zugaza, quien mantuvo el veto cuando dirigió el Prado; suma 158.855 acompañantes en las redes del Bellas Artes de Bilbao, que ahora dirige. Aunque la institución bilbaína también fija reglas: “Por motivos de conservación de las obras y de seguridad pedimos limitar la toma de imágenes, que deben ser para uso propio y siempre siguiendo las indicaciones del personal de sala”. Tal vez, él nunca habría organizado parte de los festejos de la cumbre de la OTAN en Madrid hace tres años cerca de la gran tela de Velázquez.
El Prado es la casa de Goya y Velázquez. Cuidarla es una responsabilidad de país, y eso atañe a todos sus visitantes y a quien gobierne. Entienda la existencia como la entienda. Al otro lado del bulevar madrileño, el Thyssen acumula 1.417.293 seguidores. Los vértices del triángulo son sólidos en Instagram (396.000), Facebook (301.000) y X (581.395). Quizá sea la verdadera geometría.
Los tiempos cambian y los museos se sienten orgullosos del número de visitas, algo que comunican en un fogonazo. Sin embargo, los responsables de la mayoría de las pinacotecas deberían explicar a los políticos, con quienes están obligados a entenderse sea cual sea su ideología, que la calidad de una institución artística nunca se mide por el número de visitantes ni seguidores, sino por su programa.
Atravesamos la economía de la memoria. La época de esas cacofónicas siglas: FOMO. ¿Qué son los conciertos en vivo, los viajes en Interrail o las estancias en Airbnb? Una nueva forma que tienen los jóvenes de interpretar la realidad. ¿Tras sufrir dos crisis mundiales y una pandemia les vamos a impedir fotografiarse en un museo?
Es el recuerdo, la memoria popular y las páginas insustituibles de una vida. Propongo una obra colectiva, un selfi de millones de imágenes. Cada una representa ría la mirada de un visitante a su obra favorita. Una copla —con toda su candidez y profundidad— de fotos. Respetuosa. Disfrute de ella. Piense que las piezas de cualquier museo deben perdurar hasta el final de los días. Hágase un selfi. Es una bella opción que procura la tecnología. Como aquellas postales coloreadas que mandaban nuestros abuelos desde ultramar con la esperanza de un futuro mejor. Y dejen que los chicos acumulen experiencias. Se lo merecen.
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