El debate | ¿Las ayudas públicas deben ser universales o solo para quienes las necesitan?
El anuncio de una subvención generalizada para comprar gafas y lentillas para menores de 16 años, independientemente de la renta de sus familias, revive la cuestión de si es justo gastar recursos públicos en ayudar a quien no le hace falta

El pasado mes de mayo, la ministra de Sanidad del Gobierno de España, Mónica García, anunció una ayuda universal con un máximo de 100 euros para comprar gafas y lentillas para menores de 16 años. La medida tiene sentido porque los problemas de visión son una causa muchas veces oculta de fracaso escolar, es decir, de desigualdad de oportunidades. Pero hay muchas familias en España que pueden permitirse comprar gafas y no necesitan, sobre el papel, esos 100 euros. ¿Por qué hacer universal esta medida? ¿Cuál es la utilidad de que las ayudas públicas sean universales?
La escritora Carmen Domingo argumenta que lo importante no es si los ricos reciben ayudas que no necesitan, sino que cada uno pague los impuestos que le corresponden. El economista José Ignacio Conde-Ruiz cree que una administración moderna y digitalizada permitiría una mayor precisión a la hora de otorgar ayudas.
Gafas para todos, pero con impuestos justos
CARMEN DOMINGO
Hace tres meses, el Gobierno anunció que financiaría, a partir del próximo curso, las gafas y las lentillas a los menores de 16 años. El gasto no es alarmante, 48 millones de euros, si nos ponemos a pensar, por ejemplo, en el gasto en armamento. El programa, además, marca un tope de 100 euros por beneficiario. La medida, no hay duda, es buena. Sin embargo, la respuesta a esa mejora, en no pocos casos, ha sido quejarse de que Amancio Ortega —hubiera valido cualquier otro rico patrio— costearía las gafas de su nieto a costa del erario público.
No deja de ser pasmoso que la reacción no haya sido celebrar que al fin niños que a lo mejor no ven bien la pizarra y a quienes sus familias quizás no tienen dinero para pagar unas gafas puedan tener acceso a resolver esas patologías, sino que el nieto de alguien que presumiblemente puede pagárselas vaya a hacer uso de esos 100 euros —espóiler: no lo hará—.
Busqué las palabras de Mónica García, ministra de Sanidad: “En este ministerio somos defensores de las medidas universales: por la accesibilidad, por la falta de estigmatización, por la burocracia, por la facilidad para las familias para acceder. Y por un concepto: si es un derecho, es un derecho universal. Todo eso se compensa con una fiscalidad justa y progresiva, de tal manera que los que más tienen más pagan. Es algo incuestionable en nuestro sistema sanitario: se hace cirugía cardiaca, trasplantes, acceso a cualquier terapia de manera universal, a la salud visual también”.
Efectivamente, las fiscalidades de cada uno compensan los gastos que, de un modo u otro, hacemos al Estado. Garantizar un derecho debe pesar más que la demagogia barata. En cuestiones sanitarias, como educativas, como en tantas otras, no puede haber discriminación, tengan la renta que tengan los que las disfrutan. ¿Acaso los ricos deben pagar por usar las bibliotecas públicas?, ¿por circular por las autovías?, ¿por llevar a sus hijos a colegios públicos? No.
Sin embargo, la medida, ministra, no es universal, ya que tan solo pueden beneficiarse los menores de 16 años. ¿Dónde quedan las rentas bajas? ¿Los jubilados? No hace falta ser un lince para pensar que, seguro, entre ellos se encuentran usuarios de ópticas. ¿A ver si pensar solo en los jóvenes es un síntoma de edadismo? Pareciéndome bien que lo utilice el nieto de Amancio Ortega, resulta que el nieto de 17 años de la señora que limpia su casa no podrá recurrir a esa prestación.
Me dio por recordar que fue allá por 1986 cuando el Gobierno presidido por Felipe González aprobó la ley de universalización de la sanidad pública. Ni que decir tiene que ese fue uno de los aciertos indiscutibles de aquel Gobierno. Con esa Ley General de Sanidad se garantizaba el derecho a la asistencia sanitaria a todos los españoles, así como a los extranjeros residentes en nuestro país. Aquella universalización nos permite todavía hoy acceder a la sanidad, tengamos la edad que tengamos, vivamos donde vivamos, trabajemos en lo que trabajemos.
Quizás lo mejor hubiera sido, en aras a esa universalidad tan necesaria, dar las gafas sin límite de edad, lo mismo que podríamos dar el ingreso mínimo vital —renta básica universal se llama y llevan años reclamándola algunos colectivos, un pago regular que se otorga a todos los ciudadanos, independientemente de sus ingresos o situación laboral— y luego Hacienda, que —yo soy de las que lo sigo pensando— es justa y nos beneficia a todos, ya se encargará de reclamarlo a aquellas rentas que superen lo establecido.
El problema no son las gafas, ni la renta básica universal, son los impuestos.
Que el nieto de Ortega utilice la sanidad pública importa poco si su abuelo paga los impuestos que debe y con ese dinero se cubren otras necesidades. No podemos caer en la trampa de defender la sectorización de las ayudas, sino en tratar de que los derechos sean universales y luego, al hacer la renta, ya se unificará lo que cada uno debe aportar al Estado, que, claro está, debe legislar para todos. Lo que sí que hay que combatir son intentos como el que hizo el PP en 2012 de terminar con la universalización de la sanidad pública.
La tecnología permite una mayor precisión
JOSÉ IGNACIO CONDE-RUIZ
En el diseño de las políticas sociales, una de las disyuntivas más clásicas es la de optar entre ayudas universales, accesibles a toda la población sin distinción, o focalizadas, reservadas a quienes más lo necesitan. ¿Deberíamos subvencionar las gafas a todos los niños, o solo a aquellos cuyas familias tienen menos recursos? La respuesta depende de múltiples factores: el coste de administración, el riesgo de estigmatización, la facilidad para identificar a los beneficiarios o la equidad del sistema.
Las ayudas universales tienen ventajas claras. Son simples de gestionar, llegan a todos y no requieren trámites complejos. Evitan los errores de exclusión —cuando personas que realmente necesitan la ayuda no acceden por desconocimiento, burocracia o miedo al estigma— y gozan de mayor legitimidad social. En contextos escolares puede ser más eficiente que todos los niños reciban una revisión visual y, si hace falta, unas gafas, sin distinción.
Pero las ayudas focalizadas también tienen argumentos a favor. Permiten concentrar el gasto público en quienes más lo necesitan, maximizando su impacto redistributivo. Ahora bien, también presentan costes importantes. Implican sistemas administrativos complejos para determinar la elegibilidad, lo que puede generar demoras, errores y desigualdades. Además, al exigir que las familias demuestren su necesidad, introducen una carga psicológica: la ayuda se convierte en una señal de carencia, un motivo de vergüenza.
Gracias a la tecnología digital, este dilema desaparece. Hoy se trata de diseñar sistemas que combinen inclusión y eficiencia usando los datos administrativos de forma inteligente. Esto exige un cambio de mentalidad: el Estado del bienestar del siglo XXI debe garantizar no solo derechos sociales, sino también una administración digital donde toda la población esté registrada y visible para las políticas públicas.
Durante décadas, solo los obligados a declarar impuestos figuraban en los registros de la Administración. Muchas personas con ingresos bajos, intermitentes o informales simplemente no existían a efectos fiscales, lo que las dejaba fuera de la lógica de muchas políticas sociales automatizadas. Hoy, el reto es construir una infraestructura administrativa universal, en la que toda la población —independientemente de si tributa o no— esté registrada, reconocida y conectada. Solo así es posible aplicar con eficacia mecanismos como el impuesto negativo sobre la renta: quien tiene ingresos bajos paga menos impuestos y tiene la posibilidad de recibir transferencias automáticas a través del sistema fiscal. Todo se gestiona sin burocracia, sin tener que solicitar nada y sin estigmas.
Este tipo de soluciones no solo mejora la eficiencia del gasto público, sino que permite rediseñar el vínculo entre protección social y empleo. Ya no se trata de elegir entre trabajar o cobrar una ayuda, sino de combinar ambas cosas. Las prestaciones deben adaptarse a los ingresos reales, acompañando al empleo parcial o intermitente en lugar de desaparecer en cuanto uno encuentra un trabajo, y por supuesto a los familiares a cargo.
Siempre existirá el riesgo de que alguien intente aparentar que gana menos para recibir una ayuda. Pero una administración digital moderna puede ser una aliada poderosa contra el fraude: permite cruzar datos en tiempo real, detectar incongruencias y reducir los incentivos a la ocultación de ingresos. Y, por supuesto, deben existir controles ex post y sanciones disuasorias, con multas importantes. La clave no es desconfiar, sino crear un sistema que confíe, verifique y corrija.
¿Entonces, qué hacer con las gafas infantiles, o con tantas otras ayudas sociales? En el pasado, estábamos obligados a escoger: o universalidad con despilfarro, o focalización con burocracia y estigmas. Pero hoy ese dilema se vuelve artificial. Podemos ofrecer ayudas universales en la forma, pero justas en el resultado, gracias a sistemas que reconocen automáticamente a quien lo necesita, corrigen abusos y ajustan las transferencias con inteligencia. El dilema solo persiste con esquemas del siglo pasado. Hoy, la solución no está en elegir, sino en integrar lo mejor de ambos enfoques con la nueva tecnología digital.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.