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Tribuna
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Gaza: Un nuevo capítulo para la historia del pan

Me resulta insoportable saber que en Gaza está en marcha una masacre metódica que mata de hambre, como sucedió en el pasado

Ilustración de Enrique Flores para la tribuna 'Un nuevo capítulo para el pan', de Lídia Jorge, 10 de agosto de 2025.
Lídia Jorge

Nadie me ve, pero se miran unos a otros.

Y saben que estoy aquí.

(Laurence Binyon)

1. Escribo en la habitación de una antigua casa donde antaño se hacía el pan. A mis espaldas aún se conserva el sencillo horno de mampostería, robusto y altivo, tal como se construían hace cien años en el sur de Portugal. Cerca de la ventana se colocaba un cuenco de barro donde se diluía la harina y la masa se trabajaba enérgicamente. Bajo la presión de los puños, la pasta pegajosa se transformaba poco a poco en una sustancia plástica, homogénea y suave, una especie de carne sagrada.

Pero debo añadir que, para que la masa creciera como es debido, se creía necesario dibujar una cruz sobre ella. Sin embargo, a los niños no se nos permitía observar el proceso de fermentación, así que aprendí a distinguir cuándo la masa estaba lista por el olor ácido que desprendía. Luego se moldeaban los panes sobre el paño, y mientras tanto, la boca del horno se henchía de llamas abrasadoras. Dentro de este, cuando solo quedaban las brasas, se producía el milagro de la cocción. Así pues, puedo decir que, aunque no conozca los secretos de la panificación como un panadero, sí conozco algunos de sus pasos.

2. Esta transformación de la harina en pan es una de las imágenes que llevo conmigo como símbolo de esa abundancia y generosidad que los brazos humanos son capaces de producir. Compartirlo es un don; negárselo a quien tiene hambre, un crimen. Pude constatarlo cuando visité Lidice, el pueblo checo que los nazis arrasaron en 1942 tras asesinar a 173 hombres en una noche y deportar al campo de exterminio de Chelmno a 88 niños, de los cuales solo sobrevivieron siete. Todos los demás fueron diligentemente gaseados. Cuando yo estuve allí, aún no se había instalado la escultura diseñada por Marie Uchytilová, pero el memorial ya reconstruía el crimen de lesa humanidad con gran detalle. Tras la masacre, Lidice se convertiría en símbolo de la furia y la irracionalidad de la que es capaz cualquier pueblo cuando se ve socavado por ideologías extremistas que propagan la violencia y el odio como método de dominación de masas. Con todo, lo que más me impresionó, entre la descripción de la barbarie ocurrida en Lidice, fueron las cartas que los niños deportados dejaron para la posteridad.

Antes de ser gaseados, muchos escribieron pidiendo auxilio, sin saber que todos, familiares y amigos, habían sido exterminados. Como es natural, las cartas de los niños de Lidice nunca salieron del perímetro del campo de concentración, por lo que fue posible encontrar algunas después de 1945. Son palabras aterradoras. Palabras de niños, incapaces de comprender su situación, pidiendo a sus conocidos que les enviaran un pedazo de pan por correo. Uno de ellos escribió: “Vecina, cuando salgas al patio, no les tires el pan mohoso a tus conejos, guárdalo para mandármelo a mí, que paso mucha hambre y no tengo nada que comer”. Cuando las leí, a finales de los noventa, pensé que millones de testimonios como esos provocarían al menos el sortilegio de evitar que en el futuro se viviera algo parecido. Por desgracia, al cabo de ochenta años, vuelve a ocurrir, y ahora no en la oscuridad de la noche, para que pase desapercibido. El exterminio por inanición se está llevando a cabo a plena luz del día, para que el mundo lo observe con los ojos abiertos, sentado.

3. Lidice se halla a pocos kilómetros del campo de concentración de Terezín. Allí se produjo uno de los episodios más extraordinarios de la política de disimulo nazi. Hasta qué punto los representantes de la Cruz Roja que visitaron el campo en 1944 fueron conscientes de que la ciudad que el Führer ofrecía a los judíos era un fraude sigue siendo un misterio. Al día siguiente, los prisioneros, disfrazados de futbolistas y con otros atuendos elegantes, fueron ejecutados. Formaba parte de la estrategia de exterminio nazi ocultar lo que estaba sucediendo, encubrirlo. Pero la estrategia del siglo XXI es ahora la contraria. Mostrar, exhibir y aterrorizar mediante alardes públicos forma parte del repertorio poético tanto de la guerrilla terrorista como del terrorismo de Estado. Lo que ocurre en el territorio de Gaza, con el desplazamiento forzado de sus habitantes, perdidos en medio de las ruinas, reducidos a la condición de animales en las filas para la distribución de alimentos, y, por otro lado, lo que ocurre bajo tierra donde se encuentran los rehenes, es indescriptible e incalificable. En ambos casos, nos hallamos ante personas que mendigan pan, que van consumiéndose, que mueren por carecer de él. Gobernar territorios mediante el hambre, exterminar mediante el hambre, como hicieron los nazis y los rusos durante el Holodomor, nos ilustra esta nueva supresión del pan como acto de guerra. Lo que está ocurriendo en Gaza y en toda Palestina es imperdonable. No hay razón histórica que justifique tal escala de crueldad simétrica. Europa debe ser clara en su doble condena. La solución al conflicto no puede pasar por el perdón para los rostros que lo han llevado hasta tales cotas de inhumanidad. La imagen de personas a la intemperie, muriendo por falta de un saco de harina en Jan Yunis y las imágenes de Evyatar David y Rom Braslavki en claustrofóbicos túneles forman parte de una lógica que no estaba prevista en el mapa del horror. Alfonso Armada, en un hermoso y conmovedor poema sobre esta tragedia, elige como estribillo la súplica de un niño de Gaza: “¡Pan, abuelo, pan!” Y evoca los nombres de algunos a quienes llama xilófonos de carne y hueso: Yahia al-Najjar, Hamza, Wafa, Amna… Ninguno de ellos tiene pan.

4. Sé algo sobre el peso del valor sustantivo del pan. El valor concreto que conduce a su valor simbólico como salvavidas. Porque en esta antigua casa, no solo se presenciaba la elaboración del pan, sino que se acompañaba también todo el proceso que precedía a la harina: esparcir las semillas en la tierra, asistir a la germinación, a la cosecha, a la trilla, al aventado, al ensacado, al transporte al molino, al regreso; y hasta doce meses después, por lo menos, no había pan en la mesa. Por lo tanto, es comprensible que, cada vez que se tiraba un mendrugo, tuviera que envolverse en papel para evitar que se mezclara con la basura, y antes de eso, se besara como si fuera una inmanencia humana. Incluso hoy, este gesto primitivo me resulta familiar; sigo repitiéndolo, pues considero el pan como un símbolo de supervivencia humana que nadie puede negar. Por ello me resulta insoportable saber que hay una masacre metódica en marcha, llevada a cabo mediante el saqueo del pan.

5. Naturalmente, otros han explicado mucho mejor que yo esta relación primordial con el pan. Leí el libro de Heinrich Eduard Jacob, Seis mil años de pan, publicado en traducción portuguesa en 2003, y nunca lo he perdido de vista. Es un recorrido histórico por la invención del pan, que se produjo a orillas del antiguo Nilo, hasta el Holocausto del siglo XX, del que el propio autor fue víctima. En el capítulo final, describe cómo los nazis manipularon datos sobre los cultivos y el pan, y cómo llevaron a cabo su metódico plan de exterminio. Es tal contexto evoca Heinrich el poema de Laurence Binyon sobre el hambre. Consciente de que la hambruna es un estado que no admite palabras, la frase final de ese extraordinario libro es: “El pan, no obstante, se instaló junto a los escombros”. Fue escrito en 1944. Pero a esta antológica obra le falta un capítulo: el que describirá cómo la metódica masacre por hambre, retransmitida en directo con mil focos, demuestra que vivimos el apocalipsis de la conciencia humana. ¿Queremos que sea así? La respuesta puede demorarse algún tiempo, pero solo puede ser una: no.

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