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tribuna
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Hagan ustedes turismo

Pocas cosas mejores se habrán inventado que viajar, no ya para conocernos, sino para mezclarnos y soportarnos los unos a los otros

peyro 09 08 2025
Ignacio Peyró

Al dios del turismo siempre le hemos rendido un culto vergonzante. Pasados los años cincuenta, el Mediterráneo español se iba a convertir en contenedor de los veranos de unas clases medias nacionales y foráneas dispuestas a disfrutar de uno de los inventos del siglo: las vacaciones pagadas. Para algunos, aquello destrozó la costa; para otros, democratizó el mar. En realidad, hizo parcialmente las dos cosas, lo que sin duda cuadra con un fenómeno turístico que lleva en su sangre dialéctica el cabalgar contradicciones. El propio Franco iba a tener que cabalgarlas. Por aquellos mismos años cincuenta, el alcalde de Benidorm y el arzobispo de Valencia riñeron a propósito de la modestia en las playas. A propósito, en concreto, del biquini. El Régimen hizo el cálculo ponderado: ¿mantener la castidad de los buenos hijos del Levante o favorecer la entrada de las turistas —y sus divisas— al país? El resultado es conocido, y en España iban a nacer al mismo tiempo el biquini, el Cuerpo de Técnicos de Información y Turismo del Estado y unos planes de ordenación urbana que, por ejemplo, convirtieron a Benidorm en Beniyork. Buena parte del esplendor y la miseria —¡las contradicciones!— de nuestra época están cifrados en aquella.

Aceptar el sacrificio de principios por ganancias debió de ser para el franquismo un canje, en efecto, vergonzante. Y un lucro que llevó consigo su penitencia: el turismo iba a abrir unas primeras rendijas de libertad —pensemos en Torremolinos— que, para preocupación del Régimen y solaz de los españoles, ya no iban a parar hasta convertirse en libertinaje. Pero hubo más motivos para relacionar la vergüenza y el turismo. Promocionar el país con la leyenda “España es diferente” infligía una humillación a tantos —entre otros, a los Técnicos de Turismo, una élite funcionarial— que se esforzaban porque no lo fuera o detestaban que lo fuese. Y, más aún, implicaba dar la razón moral a todos los viajeros que, a lo largo del tiempo, habían romantizado y orientalizado España. Es llamativo: España quería convencer al mundo de su modernidad y lo hacía aceptando, subrayando, la validez de sus clichés. Néstor Luján escribe del auge extraordinario de los toros a partir de los sesenta, menos por la pasión de los españoles que por darles el tipismo esperado a los belgas.

Y aquí llegamos a una de las incomodidades en verdad metafísicas del turismo: la superioridad cultural que históricamente hemos dado a los países viajeros sobre los países viajados, el malestar que implica ser observado, la pesadumbre de convertirse, ante otros ojos, en una curiosidad antropológica. Es algo universal, con no poco de arriba y abajo o de pobres y ricos, y está en el americano que se llevaba por una miseria el artesonado de una ermita española, como está en el español que, por otra, se lleva a alguien a la cama en el Caribe. Esta relación de verticalidad —yo pago, tú bailas— ha revivido, con el estrépito de una invasión normanda, en la boda de Jeff Bezos, un alarde de filisteísmo que quizá en otros tiempos hubieran llamado la violación o el rapto de Venecia.

Sí, a veces darían ganas de decir: dichosas las naciones que no viven de la mirada de los otros. En países fascinados por el extranjero como España o Italia, muchos de nuestros propios mitos negativos —la pereza, la cólera, el exceso hedónico— provienen de la aceptación de lugares comunes de elaboración ajena. Como fuere, después de ver cómo países como Eslovenia y Eslovaquia celebran actos conjuntos para que las gentes aprendan a distinguirlos, podríamos aceptar que es mejor tener un estereotipo que no tener nada. De hecho, en nuestra relación dramática con el turismo, lo hemos llegado a utilizar como motivo para la autoestima. En la crisis, Rajoy se aferró al argumento de que “75 millones de personas nos visitan todos los años. Por algo será”. Y Marca España cerraba sus anuncios con un consuelo inapelable: “El 82% de los que vienen a nuestro país, repite”. El masoquismo, con todo, permanece: otras naciones quizá se envanecerían de su liderazgo en una industria complicada como la turística o se creerían un país de estrellas michelín; nosotros preferimos considerarnos un país de camareros. Asumimos con pesar, en fin, que somos un país para el turismo, aunque eso no debiera cegarnos al hecho de que Puertollano espumaría con gusto algunos de los turistas que le sobran a las Ramblas.

La centralidad del turismo en nuestro debate no solo tiene que ver, en efecto, con la percepción de que nos haya devorado, sino con su capacidad de afectar a cada uno: al que tiene y al que no tiene turismo, al que viaja y al que ve pasar delante de su casa a los que viajan. Y cada uno debe cabalgar hoy su propia contradicción, sin que nadie parezca cuadrarlas de modo congruente. Las autoridades que no saben cómo actuar frente a los excesos sin espantar a los que no causan excesos. Los particulares que clamamos contra el airbnb de nuestro barrio pero luego preferimos pagar airbnb en vez de hotel. Los propietarios que ganan más con el alquiler turístico, aunque expulsar a los locales quite atractivo turístico. Pero, ¿qué congruencia podemos pedirnos, cuando el mundo es exactamente lo contrario de lo que era y resulta más fácil haber ido a Oslo que pagarse una casa?

Sobre los debates nuevos desalienta pensar que los debates antiguos no se han resuelto. Los ingleses del XVIII se quejaban de que Florencia estaba llena de ingleses. De los turistas salvajes no podemos despotricar del todo pues hubo turistas salvajes —pienso en Boswell o Brenan— que terminaron como gentes ejemplares. Hoy no faltan penalidades en el viaje: el gigante holandés que te estropea la foto, los controladores franceses que retrasan tu vuelo. Baroja, ante las penalidades del viaje en su tiempo, escribe que prefiere, como plan, quedarse en cama con catarro.

Mientras debatimos sobre turismo, la humanidad parece haber solventado las contradicciones del turismo haciendo más turismo. La vieja superioridad estética del no viajar, que cuenta con una estirpe en la literatura y el arte, nunca dejó de ser un apetito gourmet minoritario. En cuanto a la nueva superioridad ética del no viajar, vamos a tener pocos mártires energéticos que dejen pasar un ryanair con tal de minimizar su huella de carbono. La época favorece el viaje como desquite vital tras la pandemia. Y si el viaje es una de las pasiones que nos quedan cuando el resto de las pasiones no son lo que eran, contamos con una ventaja contemporánea añadida: podemos viajar hasta una edad mucho más tardía que antes.

Al hacernos presentes los desastres del turismo, bien podemos pensar cómo la humanidad ha sacado del turismo mucho más de lo que el turismo le ha quitado. No solo hablamos del Grand Tour. La horizontalización del turismo ha tenido sus ventajas: como un experimento de tolerancia en masa, pocas cosas mejores se habrán inventado no ya para conocernos, sino para mezclarnos y soportarnos los unos a los otros. Y para cumplir el sueño iluminista de que todo el mundo pueda acceder a la belleza de la experiencia, al tiempo que se impone la prudencia realista de que esa exposición le va a cambiar la vida a pocos. De hecho, lo notable es que el sueño iluminista, en estos tiempos de horizontalidad, todavía da sus frutos. Unos días de vacaciones en Italia me han dado para una bibliografía española reciente y envidiable: María Belmonte, Ignacio Jáuregui, Juan Claudio de Ramón, Vicente Valero, Manuel Astur… y eso sin ir atrás más de un lustro. Al final, también en la propia vida pesa más lo bueno que lo malo del turismo: viajar no deja de ser una manera de agradecer el mundo, y si nos molesta ese alemán en sandalias, quizá nos haga recordar que también nosotros somos el turista de alguien.

El turismo es un dios, en definitiva, al que vamos a seguir rindiendo culto mucho tiempo. Quizá por eso debemos prever paliativos legislativos para hacerlo menos vergonzante: exceso de ruidos, terrazas, vejaciones de compañías aéreas, despedidas de soltero y demás. Pero bien puede ocurrir que nuestra preocupación por el turismo sea una de esas angustias epocales que se resuelven con ordenanzas municipales.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, dirige el centro de Roma. Su último libro es 'El español que enamoró al mundo'.
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