La ridícula guerra de los currículos
La falta de incentivos de la política para atraer a los más preparados hace que acaben refugiándose en puestos de la sociedad civil, esquivando el servicio público


Una de las principales funciones de la formación universitaria es acreditar para el ejercicio profesional; no se requiere, sin embargo, para ser político. La característica fundamental de esta profesión es que está abierta a cualquiera. Winston Churchill, uno de los más ensalzados por su capacitación para esta actividad, nunca pisó una universidad; fue a una academia militar. Otro tanto ocurre con muchos otros de los grandes, como Willy Brandt, quien cursó un par de carreras, pero por contingencias de la guerra nunca llegó a completar sus estudios universitarios. Si acabaron sobresaliendo no fue, pues, gracias a sus estudios formales, sino por su capacidad casi natural para el liderazgo, su compromiso cívico y sus inclinaciones autodidácticas.
Por otro lado, como sabemos bien por el rendimiento de algunos políticos británicos salidos de Eton y Oxbridge, esta educación de excelencia no garantiza sin más el éxito en la política, como tampoco el haber pasado por la ENA en el caso de los franceses. Sería ridículo ignorar que poseer una gran formación universitaria de base otorga una cierta gravitas a quienes la tienen. Muchos sectores sociales la reclaman de sus representantes, pero por sí misma no anticipa grandes resultados en un mundo con reglas y cualificaciones propias como es el de la política; muchas de ellas no se estudian en ningún campus. Por todo lo anterior, el que algunos de nuestros políticos se vieran en la necesidad de meter este u otro máster o carrera en su biografía se me antoja ridículo; el problema es que mintieron, no que no tuvieran dicha formación.
Más grave me parece el caso inverso, que aceptemos sin más la designación para determinados puestos de personas que carezcan de toda una serie de cualificaciones imprescindibles para su ejercicio. Las dotes de liderazgo, por ejemplo, no sirven sin más para ostentar cargos de perfil tecnocrático. Pero en estos casos se suelen ocupar como retribución por los servicios prestados al partido; o con personas leales antes que con las verdaderamente capacitadas para ejercerlos. Otras veces hay dificultades para elegir a las personas idóneas porque las más cualificadas ni están ni se las espera en la política. Como sabemos, esta es una observación corriente: la falta de incentivos de la política para atraer a los más preparados, que acaban refugiándose en puestos de la sociedad civil y esquivan el servicio público.
Al final, todo revierte sobre la tan denostada “profesionalización” de la política, que la convierte en una carrera con rasgos propios. Lo que ahí importa no sería ya tanto el tener esta u otra formación cuanto la fidelidad al partido al que uno se adscribe. El peligro aquí, como ya advertía Max Weber, es que se acaba viviendo de la política en vez de para ella. En este último caso, lo importante sería el ”dar sentido a una vida al servicio de una causa”, la política como vocación; en el otro, “se convierte en una profesión como cualquier otra”, se limita a ser una fuente de ingresos o estatus. Y, cabría añadir, acaba convirtiendo a sus beneficiarios en seres más propensos a seguir las disciplinas y el group-think del partido que en seres con capacidad para pensar por sí mismos y mantener siempre vivo un espíritu crítico, que es lo que algunos consideramos que debería ser el proceso educativo auténticamente logrado. Al final, lo importante en un político no es que tenga un máster en Oxford o un doctorado en gestión pública; lo que importa es que crea en una causa y goce de la suficiente autonomía para no sucumbir a las dinámicas uniformizadoras del partidismo rampante en el que vivimos. El problema no es la titulitis; es el sectarismo.
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