Ideología en las aulas
Si trabajar sobre un contenido implica adoctrinar en él, ¿estudiar las cuevas de Altamira fomenta las cavernas como solución al problema de la vivienda?


Cada vez me gusta más participar en cursos de verano. Son actividades científicas a las que te invitan para hablar de temas a los que dedicas o has dedicado mucho tiempo y muchas ganas. Compartirlos con estudiantes los convierte en una de esas magníficas ocasiones donde nuestras dos almas, la docente y la investigadora, trabajan mano a mano. Y lo hacen en forma de reto. Contar tu investigación a un estudiante obliga a aterrizar las ideas, a acercar tus análisis, tus fuentes y tus argumentos a alguien con interés en lo que vas a contar, pero que desconoce los tecnicismos y el entramado teórico que sustenta tu trabajo. Eso implica encontrar el lenguaje y la manera de llegar, sin perder un ápice de rigurosidad en el contenido. Contarlo bien y contarlo bonito. Enseñar y enganchar. A esto se añade el coincidir con un pequeño número de colegas que trabajan temas próximos y te dan la oportunidad de pensar y repensar. Con suerte, compartes largas conversaciones, de esas que ensanchan la mente y reconfortan el corazón. ¿Puede haber algo mejor?
Asimilando aún las buenas sensaciones de La raíz rota, nuestro curso de este año en el aula de Vigo del centro asociado de UNED Pontevedra, choqué incrédula con la noticia de que la Generalitat de Carlos Mazón había vetado un curso de verano de la Universitat de València. No lo había prohibido (ya sería el colmo recuperar la censura educativa), sino vetado como curso de formación para el profesorado de secundaria. Es decir: a pesar de ser un curso acordado con el Cefire, el Servicio de Formación del Profesorado, de repente dejó de estar homologado. O lo que es lo mismo, cualquier profesora o profesor que haya seguido esta actividad no podrá sumarla como mérito a su currículum.
Lo peor de esta historia llegó con la sonora excusa de la Consejería de Educación para justificar su veto: “La ideología debe estar fuera de las aulas”. Una se imagina con una frase así que el contenido del curso va de cómo lavar el cerebro adolescente a favor de una ideología partidista, en el mejor de los casos, o de derribar la democracia y sus consensos, en el peor. Pero resulta que era un curso sobre el antifascismo en la historia, organizado por el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea y con una nómina de ponentes llena de profesionales de prestigio consolidado, como Hugo García, Sandra Souto, Assumpta Castillo, Laura Branciforte o el coordinador, Aurelio Martí.
Ante la frase de la consejería, se me plantean dos interrogantes. El primero es si trabajar sobre un contenido implica adoctrinar en él. ¿Debemos entender entonces que estudiar las cuevas de Altamira busca fomentar la supervivencia en las cavernas como solución al problema de la vivienda? ¿Quieren los organizadores de otro curso homologado por el Cefire y centrado en los enfoques pedagógicos para la enseñanza del sufrimiento en la historia crear una generación de torturadores y máquinas de matar? Las preguntas absurdas se responden por sí solas.
La segunda cuestión es si realmente la ideología está fuera de las aulas y, más aún, si debe estarlo. Y qué ideología. ¿No son los valores democráticos y constitucionales un sistema ideológico? ¿Y los derechos humanos? ¿De verdad queremos erradicar su estudio o, por el contrario, consideramos que es necesario reforzar la pedagogía democrática y la defensa de que aquellos valores que asumimos como pilares de nuestra sociedad y nuestra convivencia? ¿A qué demócrata le puede parecer mal que la educación forme ciudadanas y ciudadanos?
Cierto es que en 2007 ya escuchamos que enseñar Educación para la Ciudadanía era “colaborar con el mal” y vimos al Gobierno autonómico valenciano, como al de Madrid, boicotear con orgullo la asignatura, promoviendo incluso la objeción a cursarla pese a ser obligatoria. Veinte años después, se mantiene el mismo discurso antisistema, aunque ahora lo llaman concordia.
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