Silencios impuestos
Montoro se cegó en su persecución de los que consideraba responsables indirectos de la derrota del PP en 2004, entre ellos, actores y artistas


A medida que se van conociendo más detalles sobre la presunta trama de corrupción que envolvía al superministro de Hacienda Cristóbal Montoro, cala una sensación de hastío. Este asunto ya asomó las orejas años atrás, pero entonces se cubrió de legalidad el olor a podrido. En un país consciente de que la corrupción es su gran herida abierta, una de las suertes de nuestra febril rivalidad política es que unos escarban para encontrar los puntos débiles de los otros y viceversa. Pero el caso Montoro quizá necesite, para los más jóvenes, un poco de contexto. La primera de las rarezas es lo poco habitual, casi inédito, de que un ministro perviva en dos diferentes mandatos de su partido con más de siete años de distancia. Ser ministro con Aznar y años después con Rajoy no estuvo al alcance de muchos. Ese mérito conllevaba un peligro. A nadie se le escapa que la derrota electoral del PP en 2004 fue un sapo que les costó muchos años tragar. Venían de una formidable mayoría absoluta lograda por Aznar en su segunda legislatura y la irrupción de Zapatero provocó una deriva, luego reproducida durante los años de Sánchez, consistente en negar la legitimidad del Gobierno de una forma tozuda.
Aquella salida de los despachos gubernamentales traumó a algunos miembros de la derecha española, convencidos de que la derrota había sido causada más por la reacción a los atentados islamistas y la posterior gestión de la información en vísperas electorales que por otras razones de peso. Se olvidaban del natural desgaste de una tarea de gobierno o del aluvión de causas judiciales que terminaron con varios ministros condenados, pero también de hitos de la torpeza gestora como fueron la solución del naufragio del Prestige frente a las costas gallegas o la identificación de los cadáveres de los militares fallecidos en el accidente del infame vuelo del Yak 42. En el regreso de Rajoy al poder, tras la crisis económica de 2007 que arrasó nuestra economía dependiente de la burbuja inmobiliaria, quedaban pocos ministros vinculados con la amarga derrota anterior. Pero Montoro fue uno de ellos y por eso se cegó en su persecución de los que consideraba responsables indirectos de aquella derrota. Uno de los sectores a los que puso en su punto de mira fue el de actores y artistas, pues su visibilidad en las protestas contra la participación española en la guerra de Irak había sido ciertamente significada.
Desde el Ministerio de Hacienda se cambiaron las normativas a mitad de partido y, como moscas, cayeron en inspecciones tributarias todos aquellos que habían cometido el error de confiar sin prudencia en sus asesores fiscales que les empujaban a fundar empresas para gestionar los beneficios profesionales. Muchos perdieron sus casas y sus ahorros en una cascada de sanciones mientras, incluso en sede parlamentaria, el superministro Montoro hablaba con un desprecio morrocotudo de los que él llamó nuestros Depardieu, en un intento de identificar a cualquier artista español con el actor que había decidido abandonar Francia ante la presión fiscal establecida por el Gobierno. En realidad se trató de una forma de amedrentamiento para acallar a todo aquel que en el futuro se le ocurriera participar en las disputas públicas con su opinión personal. Y el éxito fue rotundo. A día de hoy, ese silencio impuesto aún pesa. Con esa lección aprendida, no sorprende que ante la carnicería que se perpetra en Gaza nuestras calles estén tan calladas.
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