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Tribuna
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Ruido (a propósito de Montoro y Cerdán)

Por qué los casos del exministro del PP y del exsecretario de organización del PSOE están siendo tratados de manera tan diferente en los tribunales. Ninguno debería estar en prisión

El exsecretario de Organización del PSOE Santos Cerdán, a su llegada al Tibunal Supremo para declarar como investigado en el 'caso Koldo'.

Daniel Kahneman escribió un libro en compañía de otros autores al que tituló Ruido. Se refería el genial psicólogo, premio Nobel de Economía de 2003, a las decisiones diferentes que toman los seres humanos en contextos que son idénticos. Kahneman hablaba de la actividad de las empresas, sobre todo, denominaba a esas disonancias “ruido” y focalizaba en ese problema una de las dificultades más importantes que sufre cualquier organización.

Lo curioso del caso es que Kahneman empezó su libro poniendo como ejemplo el funcionamiento de la Justicia. Se lamentaba de un problema endémico en cualquier país: la falta de transparencia en las decisiones de los jueces, que provocó que no pudiera investigar con rigor por qué un juez puede ordenar una prisión provisional en un caso concreto, y en cambio otro juez en otro caso prácticamente idéntico no había dispuesto esa privación de libertad. Indudablemente, Kahneman y su equipo analizaron la motivación de las resoluciones de esos jueces, sin poder llegar a determinar las razones concretas de las decisiones discrepantes.

Ignoraba el investigador que buena parte de las decisiones judiciales se toman por intuición, llamada benévolamente “experiencia” por los juristas, que la avalan desde hace al menos dos siglos como base de su toma de decisiones. Esa intuición está favorecida, de hecho, por las leyes, que no han acertado jamás al determinar cómo debe analizar los jueces los riesgos que se intentan evitar con la prisión. Y es que la realidad es que esos riesgos no son realmente determinables, salvo que uno disponga de una bola de cristal o se trate de un caso muy evidente. Es obvio que concurre en Carles Puigdemont riesgo de fuga, porque ha eludido la acción de la justicia varias veces, la última especialmente vistosa. Pero la realidad es que no se puede saber, en general, si alguien va a albergar deseos de fugarse, de destruir pruebas o, lo que más preocupa a la sociedad, de volver a cometer su delito. En ese trance el juez solo percibe tinieblas que le ayudan a clarear la psicología de la personalidad, y desde hace unos años la inteligencia artificial, pero solo malamente. El juez no es ningún psicólogo, y los programas que utilizan la citada tecnología funcionan de forma deficiente y, lo que es peor, prejuiciosa. El caso de COMPAS en EEUU es sangrante. Se trata de una herramienta de inteligencia artificial que es claramente racista, lo que no ha impedido que cada vez la utilicen los jueces de más Estados de ese país.

Ante esas dificultades, la ley ofrece al juez refugiarse en la apreciación de algo más seguro, que es la acreditación de la certeza de la comisión del delito. La Ley de Enjuiciamiento Criminal, con expresiones de muy contundente y de evidente interpretación si se conoce la Historia de los conceptos, exige al juez que acredite la “constancia” de un hecho delictivo y que demuestre la existencia de “motivos bastantes” para creer responsable del mismo al reo que pretende apresar. Es decir, que no basta una sospecha de delito o con algunos indicios de responsabilidad, sino que es precisa una convicción sobre los dos extremos casi idéntica a la que se requiere para poder condenar, lo que solo es posible si cabe descartar la presunción de inocencia más allá de toda duda razonable.

Sin embargo, la práctica jurisprudencial intentan rebajar esas sabias exigencias de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que se remontan a 1882 y que, insisto, tienen una historia muy precisa y, sobre todo, muy interesante, que hay que conocer y que, por desgracia, acostumbra a ignorarse. Por ello, en el caso de Santos Cerdán, a los jueces les han bastado algunos indicios —cuya comprobación es todavía extraordinariamente embrionaria— para decretar su prisión. Han resaltado la existencia de riesgo de destrucción de pruebas, que debe decirse que se desvanece con cada día que pasa y no se concretan esos riesgos, o al menos las medidas de investigación que se están adoptando y que requieren tan imperiosamente la privación de libertad del reo.

Algo parecido sucede en el caso de Cristóbal Montoro. Se trata de un asunto extraño en el que la instrucción ha sido secreta durante siete años, lo que es, no ya impropio, sino inaceptable en un proceso que no sea inquisitivo, esto es, medieval. Sin embargo, abundan los indicios de delito, confirmados además por las declaraciones públicas de tres conocidos periodistas que en absoluto parece que estén mintiendo. En este caso, la evidente posición directiva de Montoro —era el ministro— en la supuesta actuación delictiva, que le permitiría, supuestamente, destruir pruebas, es justamente lo que ha llevado a Santos Cerdán a prisión. ¿Por qué se tratan de manera diferente ambos casos?, se preguntaría Kahneman. Por no hablar de la gravedad de ambos asuntos, pero que en el caso Montoro, de acreditarse, sería extrema.

Es descartable que los jueces de ninguno de los dos casos estén actuando, en ningún sentido, de mala fe. Sin embargo, ninguno de los dos reos debería estar en prisión, porque gozan de la presunción de inocencia, además de que existen medidas alternativas para conjurar esos riesgos de destrucción de pruebas. En el caso de Santos Cerdán, incluso con los escasos medios tecnológicos que padecen, por desgracia, los tribunales españoles, se le puede disponer un arresto domiciliario con prohibición de comunicaciones, si se aprecia que el riesgo sigue existiendo. La medida está disponible, y la Ley de Enjuiciamiento Criminal obliga siempre a decretar las medidas cautelares menos perjudiciales para el reo. En cambio, no consta que se haya adoptado medida cautelar alguna en el caso de Cristóbal Montoro, aunque también debe añadirse que con los datos que han trascendido es imposible enjuiciar el acierto de la decisión.

Sea como fuere, seguiremos esperando más datos que deben ser conocidos por la ciudadanía. Pero mientras tanto, debería imponerse una reflexión profunda para restringir el margen de actuación de los jueces en estos escenarios de privación de libertad. No es posible que a día de hoy, poniéndose cada vez más en cuestión la propia prisión como pena, siga siendo tan sumamente amplio el espacio intuitivo de los jueces a la hora de dictar la prisión provisional.

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