Los genocidios y sus paradojas
Solo se castiga por ese delito a dirigentes de regímenes derrocados, de estados fallidos o a antiguos clientes de las superpotencias que han perdido su protección


La combinación de sorpresa e inocencia a veces genera las mejores preguntas: las necesarias. En 1921, un joven judío polaco, estudiante de la Universidad de Lviv, leyó una noticia que le desazonó. Poco antes, el 15 de marzo, otro joven llamado Soghomon Tehlirian había asesinado en Berlín a un político. Tehlirian era un exiliado armenio y su víctima, Talat Bajá, había sido un poderoso exministro del Interior del Imperio Otomano que fue clave en el exterminio de hasta 1.200.000 armenios entre 1915 y 1916. El estudiante polaco preguntó a su profesor que cómo era posible que una persona fuese juzgada por matar a otra mientras que esta última había estado paseando en libertad después de ser responsable de aniquilar a tantos seres humanos. La respuesta del profesor fue simple: “Si un hombre tiene una granja de pollos y decide matarlos, no es asunto de nadie. Si intervienes, te estás metiendo en lo que no es asunto tuyo”. Lo que había hecho Talat era entonces no solo un delito sin castigo, sino también sin nombre.
Así fue como aquel joven, llamado Rafael Lemkin (1900-1959), empezó a pensar en crear un nuevo tipo de delito, que eventualmente llamaría de genocidio. No fue un proceso corto, lo acuñó en torno a 1943, y en medio de otro genocidio que conocemos hoy como el Holocausto/ la Shoa, que acabó con buena parte de su propia familia. En ese año él estaba ya en Estados Unidos donde se empeñó y desesperó, sin ser oído, intentando hacer comprender al mundo las atrocidades contra la población judía europea que estaban llevando a cabo los nazis. Fracasó, como tampoco consiguió que los jerarcas del Tercer Reich juzgados en Nuremberg entre noviembre de 1945 y octubre de 1946 lo fuesen por el nuevo delito que él había concebido. Aunque el término fue utilizado en los debates del juicio, no apareció en las sentencias. Los criminales nazis condenados a muerte fueron ahorcados no por genocidas, sino por haber conspirado contra la paz en una guerra de agresión (ignorando los jueces de forma conveniente los ataques de la URSS a Polonia y Finlandia en 1939), crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
Lemkin no se dio por vencido. Siguió acosando con su inagotable energía a representantes internacionales en la recién constituida Organización de las Naciones Unidas para que adoptasen el término que él había acuñado. Lo consiguió. La Convención para la Prevención y el Castigo del Delito de Genocidio fue aprobada por la ONU el 9 de diciembre de 1948 y entró en vigor el 12 de enero de 1951. Pero, a pesar de la sombra reciente del Holocausto, su proceso de adopción no fue fácil, ya que se encontró con reparos, por distintos motivos, de la Unión Soviética, Estados Unidos, Francia y Reino Unido. Las dos primeras potencias temían que fuese invocada para defender los derechos de sus minorías internas oprimidas. Las otras dos, que sus sujetos coloniales hiciesen lo propio. A pesar de ello, en términos formales, la Convención resultó un éxito. Hasta ahora, unos 155 países de un total de 195 se han unido a la misma (España se adhirió en 1968). Sin embargo, su utilidad real es bastante más discutible.
Empecemos por el problema del concepto mismo. La clave de la Convención está en su artículo número dos. Este estipula que se entienden constitutivos de genocidio los actos “perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” tales como: “a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; y e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.” Qué oportuna lectura hoy, dirá el lector, que podrá considerar que estas conductas casan casi perfectamente con los acontecimientos que tienen lugar en Gaza desde octubre de 2023. Pero en realidad no está tan claro. El problema principal para considerar las acciones de Israel un genocidio estriba en la palabra “intención”. Para los defensores del Estado hebreo, los casi 60.000 palestinos muertos, y contando, son, como mucho, víctimas colaterales de una guerra no deseada, de cuya muerte es responsable Hamás por esconderse entre ellos. Un Hamás que, dicen, desea otro Holocausto judío. La culpa de todo, hasta de la hambruna que asola la franja, añaden, es de los terroristas por no rendirse.
Hay un segundo problema, este de orden práctico: la Convención no ha conseguido perforar la coraza de la soberanía nacional. Y por eso no ha impedido los genocidios en curso, salvo en el caso de Kosovo y, parcialmente, Bosnia. Es más, los genocidios que han tenido lugar desde 1951 han sucedido porque las grandes potencias o han cometido los genocidios ellas mismas o han protegido a quienes los llevan a cabo o, por razones varias, han mostrado indiferencia. Tampoco firmar la Convención ha evitado que los estados cometan genocidios. Todos los que se citan a continuación han sido llevados a cabo en países signatarios y con la complicidad impune de sus aliados. El que tuvo lugar en Guatemala contra la población maya fue posible porque Estados Unidos dio cobertura a las sucesivas dictaduras de aquel país en el contexto de la Guerra Fría. El de los jemeres rojos en Camboya contó con la anuencia silenciosa de China. El de Ruanda fue posible tanto por la falta de interés de la comunidad internacional como por el apoyo nada disimulado de Francia a los genocidas hutus. El que se está llevando a cabo contra los uigures en China es, claro, obra de China. Y, por último, ahí está el apoyo de Estados Unidos a Israel en Gaza.
El resultado es que solo se castiga por ese delito a dirigentes de regímenes derrocados, de estados fallidos o a antiguos clientes de las superpotencias que han perdido su protección. Por ejemplo, la Corte Penal Internacional, que juzga a personas pero no a estados (y a la que rechazan someterse China, India, Estados Unidos, Israel y Rusia, entre otros), y demás tribunales de la ONU o asociados, apenas si han podido investigar, pero no siempre perseguir, a algunas decenas de individuos por delitos de genocidio, crímenes contra la humanidad y otras atrocidades en la antigua Yugoslavia y, sobre todo, en países del Sur Global como Afganistán, Camboya, Costa de Marfil, Kenia, Libia, República Democrática del Congo, Ruanda o Sudán. La justicia que nació para castigar al hombre blanco se utiliza hoy sobre todo para enjuiciar al de piel oscura.
Todo lo anterior ha contribuido a que la palabra genocidio se haya convertido más en un término usado para elaborar discursos políticos y morales que en el formidable instrumento jurídico penal que pareció ser en su nacimiento. Y, es más: ser designado víctima de genocidio también se ha transformado en una fuente de capital político que —monopolizado por un Estado como en el caso de Israel con el Holocausto o por un dictador como Vladímir Putin cuando habla de “desnazificar” Ucrania— puede ser empleado para justificar la violencia contra otros grupos y naciones. Precisamente lo que Lemkin quiso evitar.
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