El modelo de financiación autonómica: pésimo, opaco, aleatorio
Así lo sentenció en 2014 el prestigioso economista Ángel de la Fuente, que añadió otra caracterización: es “casi una lotería”, a unos les toca más y a otros menos


Si algo te beneficia en relación con los otros, lo lógico es hacer lo posible para que la vida siga igual, ¿no? Y si crees que algo te perjudica, lo más natural ―siempre y cuando no seas el presidente cantante Carlos Mazón, claro―, es proponer alternativas para que las cosas funcionen de una manera distinta e intentar así que no se te quede careto de pagafantas a perpetuidad. Ya puedes imaginar que esas alternativas, por muy discutidas que hayan sido, no van a ser consideradas por quienes pueden perder posiciones de privilegio si se convierten en realidad para todos. Lo esperable es que las propuestas de cambio sean ignoradas o, si la transformación parece factible, lo más habitual es que sean combatidas presentando los argumentos propios como liberal sentido común cuando, a efectos prácticos, operan como la defensa del beneficio del que se es consciente o, en el peor de los casos, ni se es consciente. El modelo de financiación de las comunidades autónomas, por ejemplo.
El modelo es el instrumento para pagar educación, sanidad y prestaciones sociales: es la principal herramienta de redistribución para beneficiar a los ciudadanos más pobres y en todo el país deben existir niveles de provisión de dichas prestaciones de calidad similar. El modelo actual funciona en la mayoría de España ―¡holis, territorios forales!― y se pactó en 2009 siguiendo la dinámica de evolución del Estado autonómico: primero fue la negociación entre el Gobierno central y la pérfida Generalitat, acompañada del ritual de lo habitual (“que se metan los cuartos donde les quepa”, había profetizado el presidente Rodríguez Ibarra). Es un modelo “pésimo, excesivamente complicado, opaco, demasiado desigual, aleatorio”. Así lo sentenció en 2014 el prestigioso economista Ángel de la Fuente, que añadió otra caracterización: es “casi una lotería”, a unos les toca más y a otros menos. A los que les toca menos, a la hora de gastar en las prestaciones fundamentales, o consiguen más fondos en la negociación bilateral con el Gobierno central de turno o suben los impuestos cedidos si quieren o invierten menos en el Estado del bienestar y espabílate. Este modelo está en su décimo segundo año de prórroga.
En virtud del acuerdo que el PSC y ERC suscribieron el verano pasado para investir a Salvador Illa como presidente, existía un compromiso apenas esbozado de reforma del modelo. Desde entonces ha habido mucha más retórica que nueces. Además del clima de crispación, la posición de las elites que deben liderar el nuevo pacto digamos que tampoco es la óptima: si la ministra de Hacienda es la candidata socialista a la Junta de Andalucía y se consolida el relato falaz de la insolidaridad, mal vamos y mejor guardarse la cuestión de la ordinalidad (De la Fuente a favor, por cierto) en el preámbulo.
Es lo que ha ocurrido esta semana, después de meses de trabajo, al presentarse el acuerdo entre el Gobierno y la Generalitat que pone los fundamentos para un nuevo modelo. No es que hayamos ganado mucho en claridad y ambición, pero no es menos cierto que ya estaban escritos de antemano los discursos catastrofistas y la avalancha de artículos publicados en contra. Pero ahora, como mínimo, disponemos de un documento para discutir o para presentar alternativas, como ya pidió en los días dorados de la Transición ―y en las mismas circunstancias de hoy― el consejero de finanzas de la Generalitat: “la defensa que hago de la correcta financiación de los servicios autonómicos de Cataluña será, si resulta satisfactoria para la comunidad autónoma, de igual aplicación a todas las demás comunidades autónomas. Si, por el contrario, resultaran insuficientes, las demás comunidades podrán siempre intentar mejorarlas”.
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