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Tribuna
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Embajada a Calígula

Observar algunas actitudes de sumisión europeas ante Trump evocan trato que recibía el célebre emperador romano

Tribuna Lidia Jorge 13/07/25

1.

En 1959, se celebró en Aix-en-Provence un encuentro, conocido como el Rencontre de Lourmarin, en la que participaron célebres escritores e intelectuales de distintos países europeos, cuando la antigua CEE aún era conocida como la Europa de los Seis. Agustina Bessa-Luís fue la única figura portuguesa que participó en la reunión, y esta experiencia daría lugar a un libro de viajes titulado Embaixada a Calígula. De este habría mucho que hablar, pero lo que nos interesa por ahora es que Agustina, con su mirada perspicaz, encontró en esta fórmula una síntesis admirable de los actos de vasallaje que uno se ve obligado a realizar cuando el interlocutor es cruel e irrazonable, si es que no está loco, como en el caso de Calígula, y esto cabe aplicarlo siempre a todo.

2.

No puede sorprendernos, por lo tanto, que las negociaciones diplomáticas que se despliegan hoy a diario en el mundo nos revelen las señales de sumisión que los débiles han de mostrar ante los fuertes, lo que da como resultado una dolorosa imagen de las relaciones internacionales, evidente a los ojos del mundo entero. Los mensajes adulatorios, sinceros o falsos, que Mark Rutte envió al presidente de los Estados Unidos de América en vísperas de la Cumbre de la OTAN en La Haya del 24 de junio, y la procesión que siguió y que se nos vendió como una prodigiosa victoria conjunta, solo demuestran que, en efecto, las embajadas que se suceden en sumo grado han sido concebidas bajo los vientos de la pura coacción, visto que nos hallamos ante la figura de lo imponderable. No puedo ocultar que, en este momento, Europa me duele como un agudo dolor ciático que me atenaza medio cuerpo y me llega al corazón. Y por eso pienso en Calígula, o en la leyenda que rodea su figura.

3.

Hay pocas certezas históricas acerca de él. Lo que se sabe seguro es que su apodo proviene de un gesto de cariño, un homenaje a las pequeñas sandalias militares que le pusieron de pequeño. También se sabe que gobernó solo cinco años, entre el 37 y el 41 d. C., y que puso en marcha medidas positivas para el pueblo, pero que fue refinando su crueldad, arbitrariedad y extravagancia emocional hasta el punto de que sopesó otorgarle a su caballo el rango de cónsul. Como muchos otros de su especie, Calígula padecía el síndrome de la inmortalidad, ese estado de perversión resultante de una sensación de poder absoluto mezclada con la autoestima de un dios. No necesitamos manuales a tal propósito; hoy asistimos a constantes performances de tal clase de criaturas. Con todo, hay que decir que cualquier correspondencia entre la leyenda de Calígula y el comportamiento de los emperadores modernos sería un despropósito. Ciñámonos a los hechos.

J.D. Vance no le cortó la cabeza a Zelenski, solo se burló de su atuendo y lo puso de patitas en la calle, lo cual es infinitamente más benévolo que echar veneno en el pescado de tu huésped. Tampoco envió un ejército para pasar a cuchillo a los europeos, simplemente nos llamó asnos y despreciables. Y el presidente de los Estados Unidos no lanzó una bomba atómica sobre toda Gaza; al contrario, prometió convertirla en una Riviera, con todos los palestinos enterrados bajo tierra o en las tierras de un país vecino. Es fundamental distinguir: Calígula sufría porque deseaba lo imposible, y en este caso, el emperador más prominente solo parece desear disfrazarse de papa e ir a Oslo a recibir el Premio Nobel de la Paz, lo cual es bastante posible. No debemos confundirlos. Sin embargo, dejando de lado las diferencias, a los europeos les conviene ir determinando entre ellos los niveles apropiados de tratamiento servil, dadas además las amenazas que se ciernen sobre nuestro territorio por parte de los otros dos emperadores inmortales ubicados en Oriente. Para asunto tan letal, no dispongo de soluciones, pero sí de experiencia en términos de deferencia.

4.

Por razones que no vienen al caso, hace unos años tuve que consultar con un lingüista para comprender cómo se manejaban los grados de tratamiento en la Birmania del siglo XVII. Descubrí con horror que, en el habla coloquial birmana, hace apenas trescientos años, la cortesía llegaba al extremo de usar fórmulas como estas en el tratamiento común: “Yo, humilde cerdito, que vivo en mi cochambrosa choza, no soy digno de entrar en el palacio del gran elefante con su imponente trompa...” A lo que el interlocutor, al que se le había tratado de elefante, debía responder: “Yo, el más humilde de los cerditos, te pido que entres en mi humilde cabaña donde no entra ni un rayo de sol...” Es obvio que, en aquel entonces, tales imágenes no pasaban de metáforas muertas, de nulo significado, pero aun así, hoy en día, pueden dar ideas para Twitter. Otro ejemplo, tomado de las antiguas colonias portuguesas, es menos creativo, pero aun así estimulante. Un ciudadano letrado de Angola, deseando agradecer a un juez el resultado de un proceso que lo favorecía, escribió una carta de elogiosa prosa que remataba así: “Y para concluir, alto magistrado, aquí me hallo a los pies de Vuestra Excelencia, con un caluroso aplauso”.

Llegados a este punto, solo puedo pedir a los dirigentes europeos que se pongan de acuerdo con el pueblo para pactar señales de advertencia de que su sumisión a los nuevos amos de la guerra es fingida, para que sepamos que no nos están ofendiendo. Al contrario, simplemente están siendo pragmáticos. Antes de hablar en público, que convengan con nosotros en chasquear los dedos, en levantar las cejas, en cualquier suerte de signo diacrítico, algo que nos haga deducir que están participando en un acto de cinismo. Si digo esto con humildad, es porque sostengo que solo aquellos con ideas para la reconstrucción tienen derecho a criticar la derrota.

5.

Lo cierto es que ideas no me faltan, pero lamentablemente son todas retóricas, no milagrosas. La Unión Europea que mi generación vio construir está amenazada, al igual que el mundo entero. Quizá sea apropiado, por lo tanto, volver al 13 de julio de 1959, al Rencontre de Lourmarin. Agustina desconfiaba de la excesiva militancia de los organizadores del encuentro, asoció la Embaixada a Calígula con una «majestuosa mediocridad» y se marchó rápidamente hacia Italia. Pero hubo quienes fueron más pacientes y escribieron un reflexivo artículo sobre el debate que tuvo lugar en aquellos días históricos. Ese fue el caso del español Julián Marías, quien en un momento dado escribió: «Europa, más que un nombre, es un verbo transitivo: europeizar».

Es hermoso, y tenía razón. Y Europa cumplió, europeizándose, expandiéndose de 6 a 27 estados. Transcurridos 66 años, sin embargo, la tendencia se ha invertido. Entre el desmoronamiento de Ucrania y la traición de nuestros aliados, somos tan frágiles que ni siquiera podemos condenar el genocidio perpetrado por Netanyahu, y en su lugar acusamos de terroristas a los jóvenes que llevan el pañuelo a cuadros al cuello. Por lo tanto, en estos tristes tiempos, lo único que podemos pedir es que, por lo menos, los dirigentes europeos no necesiten recurrir a palabras como “Yo, humilde cerdito...” Pero si no les queda más remedio en beneficio de todos nosotros, que por lo menos nos hagan alguna señal. Así nos iremos a la cama con la idea de que podemos perder mucho, pero no todo. Que nos quede la honra y la vergüenza para que podamos salvarnos.

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