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Tribuna
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Singularidad

Justificar con ese concepto el que un territorio de un país tenga derechos exclusivos es un error de elección léxica

El Papa Francisco besa el pie de un recluso en la prisión de Regina Coeli durante la celebración del Jueves Santo en Roma en 2018.
Lola Pons Rodríguez

Creo que no es agradable besarle los pies a alguien. Pero la reverencia al poder busca todo tipo de materialidades con que manifestar adhesión, y encontró hace siglos que el beso postrado ante el trono (los labios sobre el manto o sobre los pies) era un evidente signo de sumisión y obediencia. Así se practicó en los salones palaciegos. En su mención figurada, el acto se convirtió en una fórmula con que evocar cortesía y respeto, por eso, en la despedida de las cartas antiguas aparecía a menudo un “que sus pies besa” que se hermanaba a veces con el menos servil “que sus manos besa”, un gesto no solo dicho sino también practicado en los encuentros cara a cara. El apretón de manos en pie de igualdad o el abrazo no eran propios de las relaciones asimétricas, propias del poder.

Solo en el ámbito de la adoración devota, el besapiés se consolidó, aunque en menor medida que el besamanos, como una acción realmente ejecutada con la que mostrar veneración hacia una representación religiosa de Cristo o la Virgen. Pero incluso en ese ámbito, el gesto terminó necesitando una justificación que mitigase sus implicaciones cuando se practicaba a una persona en carne y hueso como el papa. Pongo un ejemplo: a mediados del siglo XV, Alfonso de Cartagena, un obispo castellano con una excelente formación latina y un buen recorrido como diplomático, escribe un oracional donde explica y matiza las condiciones del besapiés a los pontífices. Pensando en los cortesanos, pide que no se haga “tanta reverencia a príncipe cuanto se hace a Dios”, ya que la mucha lisonja puede rozar la idolatría, y matiza a continuación que esa “reverencia como hacemos al papa que le besamos el pie” es propia de una “singularidad”. El Oracional era una obra religiosa escrita en la Castilla de la Baja Edad Media, pero Cartagena había leído y viajado bastante por Europa; el viento de dignidad renacentista que empezaba a brotar de Italia le había rozado la cara. Sin transgredir ortodoxia alguna, quería explicar los límites entre servilismo, humildad y decoro. Y para eso utilizaba un vocablo: singularidad.

Esta era una palabra de circulación latina, usada en castellano como cultismo ya a finales de la Edad Media. La singularidad era en su sentido primero la cualidad de unicidad (y por tanto, de soledad) que se daba a algo. Y ese algo era muchas veces la divinidad, entidad prototípicamente singular. Cuando la palabra se extiende en el siglo XV entre autores cultos evocará también el carácter excepcional y exclusivo de un rasgo o de una entidad. Y en esa misma centuria, derivado del sentido primero, está ya la idea que seguimos imprimiendo hoy a este sustantivo: una singularidad es una particularidad, una peculiaridad que puede causar extrañeza e incluso resultar una extravagancia. Selecciono algunos ejemplos: un autor habla de la singularidad que reside en que la especie humana, frente a los animales, coma con cuchillo; otro subraya la singularidad de cierta hoja de helecho; ya en el siglo XVI hay quien exalta la singularidad de unas piedras preciosas que venían de América. Pero todos estos usos no apagaban el que desde un principio estaba más fuertemente asociado a la noción de singularidad: lo divino, la excelencia suprema. Si se tipificaban, como se hacía en los tratados de teología, distintos tipos de soberbia (¡hasta doce!), uno de ellos era la singularidad como presunción humana de ser distinto del resto, fuera de lo común. Eso que se llamaba singularidad es, en fin, lo que seguramente hoy llamaríamos superioridad. Y no deberíamos dejar de llamarlo así.

Salvo en las sociedades homogéneas en sus componentes, culturas y lenguas que imaginan con fantasía y temeridad los totalitarismos, no hay lugar que no sea diverso, que no albergue singularidades históricas, identidades asentadas o sobrevenidas. Defenderlas no pasa solo por incluirlas sino por tratarlas con equidad, al menos dentro del aparente esencialismo igualitario que se defiende desde cualquier ideología definida como progresista. Libre es quien quiera besar pies, pero no nos hagan confundir mercadeo y oportunismo con un apretón de manos en pie de igualdad. Defender la singularidad de un territorio dentro de un país para justificar así que tiene derechos exclusivos frente a otros es un error básico de elección léxica. Como en esta semana, a cuenta de nuevos acuerdos fiscales, se hablará de nuevo de la singularidad, yo reclamo que llamemos al concepto por su nombre y hablemos de superioridad: de la pretendida superioridad de unas comunidades autónomas frente a otras y de los privilegios que ello implica. Se llama superioridad aunque singularidad la llamen y superioridad es todo nacionalismo y su destino.

Quiero acabar retomando la cita que señalaba antes de Alfonso de Cartagena, quien al glosar el besapiés a los papas decía que los pontífices, para suavizar la dureza del gesto, solían “en el zapato o borceguí tener una cruz encima”, para que fuese esa cruz lo besado por quien se agachaba a reverenciar. Y añade más Cartagena: esa cruz del zapato se pone en el sitio en que “hacen en los borceguís del Andalucía una banda”. Y para eso vamos a quedar, para hacer los zapatos que unos calzan y otros besan.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Historiadora de la lengua y catedrática de la Universidad de Sevilla, directora de los proyectos de investigación 'Historia15'. Es autora de los libros generalistas 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo' y colaboradora en la SER.
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