El gran fracaso de Macron
Unos pésimos datos sobre pobreza y desigualdad colocan una oscura mancha sobre la hoja de servicios del presidente francés


El Instituto Nacional de Estadística de Francia ha publicado esta semana una serie de datos que representan una dura condena política de la presidencia de Emmanuel Macron. En 2023, se registró la tasa más alta de pobreza en el país galo desde que empezó la serie, hace treinta años, con alrededor de 10 millones de personas por debajo del 60% de la renta mensual mediana (1.288 euros). A la vez, el instituto registró en el mismo periodo de tres décadas la mayor desigualdad entre la renta del 20% más rico y el 20% más pobre de la ciudadanía. El primer grupo copó un 38,5% del total; el segundo, el 8,5%.
Macron tiene en su hoja de servicios graves agujeros negros, entre ellos una lamentable reforma migratoria votada hasta por Le Pen y un déficit de cuentas públicas disparado. No obstante, los datos sobre desigualdad deben considerarse su mayor fracaso. Porque esa desigualdad es la base del virus de malestar en las clases populares que, desde la década pasada, populistas de distintos lares han sabido aprovechar con mucha habilidad. El propio Macron demostró tener clara esa cuestión hablando, desde el principio, de la “Europa que protege”. Sin embargo, no ha sabido o querido proteger lo suficiente a los menos favorecidos en su país.
La UE dio muestras de haber entendido la gravedad de los fallos en la gestión de la crisis de la década pasada con una respuesta a la crisis pandémica orientada a proteger. En España, el gobierno de coalición progresista ha sido en los últimos años una poderosa fuerza de cohesión. Pero el monstruo de la desigualdad que desata resentimientos no está amansado en todas partes y, sobre todo, puede reactivarse a causa del impacto asimétrico de la inteligencia artificial y del cambio climático. La agitación en el mercado laboral causada por la primera y los daños y costes de transición vinculados al segundo golpean con más intensidad a los más desfavorecidos. Neutralizar esos riesgos es un desafío existencial para todos aquellos que observan con espanto el auge de fuerzas nacionalpopulista.
En el panorama cada vez más polarizado de la Europa contemporánea abundan los juicios maniqueos, sin matiz. Desde sectores conservadores, tantas veces falta la decencia intelectual de reconocer notables logros de un Gobierno como el de Pedro Sánchez, que, junto a actuaciones muy criticables, esgrime admirables éxitos macroeconómicos y en avance de derechos. Desde sectores progresistas tienden a hacerse retratos poco articulados de experiencias políticas como la de Macron o, antes, la de Merkel. Esta última merece la más rotunda reprobación por el austericidio que impuso y por la ciega profundización de las relaciones con Rusia. Pero es también la líder que abrió las puertas a un millón de refugiados sirios que deambulaban desesperados en Europa, la política que quitaba personalmente la bandera alemana de los mitines del partido, porque con el nacionalismo no se juega. Cuánta distancia, por ejemplo, con el PP español.
Macron, también, tiene en su haber activos. En su mandato el paro se redujo y se crearon un par de millones de empleos; ha sido una fuerza fundamental para la aprobación de los eurobonos pandémicos; habló con claridad de visión de autonomía estratégica de Europa cuando otros contemplaban adormecidos la luna; es portador de un discurso articulado y un poso cultural bienvenido en esta época de política hundida en la planicie mental. Pero su balance tiene graves fallos, y la incapacidad de sanar la desigualdad es probablemente el peor. De ese virus brotan enfermedades tremendas, que debilitan también las defensas ante las guerras culturales.
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