El mar ya no es eterno
Lo mismo que arde el aire hierven los cerebros de los demagogos, los aprovechados y los fanáticos


Nada más llegar al hotel, y antes siquiera de bajar a la playa, ya lo gana a uno la sensación acogedora de la intemporalidad. Atrás, en Madrid, en las salidas congestionadas de las autopistas, en el tono crispado de informativos y tertulias, queda toda la tensión del presente, que agobia tanto como el calor excesivo y el tráfico sin mengua del comienzo de julio. Llegar aquí es instalarse en otro tiempo, casi en otra época, y no solo porque el hotel se conserve más o menos como se construyó, hacia finales de los años 1920, o porque en el paseo marítimo, alternando con esbeltas torres de apartamentos de un modernismo de alta calidad de los años sesenta, se conserven villas de veraneo de principios del siglo pasado. Nos han contado que en los primeros ayuntamientos de la democracia hubo un concejal progresista que se enfrentó a todo el mundo para lograr que las villas se salvaran, paralizando como un caballero andante los rugidos de fuego de las excavadoras que ya habían arrasado una gran parte de la belleza de esta costa. Por los enrejados de las villas emergen macizos de azaleas, de jazmines, de esos hibiscos de Hawái que abren sus corolas como lujosas antenas parabólicas diseñadas para atraer con sus emisiones de color y de olor a los polinizadores más exigentes.
En el comedor del hotel no hay música, ni aire acondicionado. La buena orientación, los toldos, los ventanales abiertos al mar, refrigeran la atmósfera en colaboración con esos ventiladores de techo que se mueven a una velocidad exactamente calculada para imitar una brisa marina. El cansancio y el calor del viaje hacen más grato todavía el momento de sentarse junto a un ventanal y tomar el primer trago de una cerveza muy fría. El oro de la cerveza y el blanco de la espuma también parecen rasgos intemporales del verano, como el horizonte invariable y próximo, los listados azules y blancos de las tumbonas en la playa, incluso la gente que toma el aperitivo y charla en el comedor esperando la aparición de una paella. Los recién llegados saludan a los que ya llevan en el hotel unos días. Casi todos se conocen desde hace muchos años. Venían a veranear cuando eran padres y madres jóvenes con hijos pequeños, y muchos vienen ahora llevados del brazo por sus hijos, que son adultos y padres y madres también, y pastorean como pueden a una tercera o cuarta generación de veraneantes infantiles. En cuanto los niños bajan a la playa y juegan saltando las olas, cavando pozos o levantando castillos de arena, se ve que son criaturas del todo intemporales, como lo son los gatos, o como lo es el mar, que les parecerá el mismo cada año que vuelvan, incluso cuando hayan salido del paraíso sin tiempo de la infancia y vivan ya en el tiempo agitado y lineal en el que habitamos los adultos.
Yo habría querido tener recuerdos de veraneos en una gran casa de campo con jardín o de vacaciones en la playa, de las que mis compañeras del instituto volvían admirablemente bronceadas en septiembre, con ese tenue vello dorado en los hombros en el que los héroes charnegos de Juan Marsé reconocían el brillo del dinero. Cuando nuestros hijos eran niños y adolescentes quisimos donarles algunos de esos recuerdos, y los llevamos a vivir a casas de veraneo en la Sierra de Madrid, y a hoteles que tuvieran para ellos la familiaridad de lo que se repite todos los años. Pero casi cada año cambiábamos de casa de campo de toda la vida, y cuando llevábamos dos o tres veranos volviendo al mismo hotel, y los camareros y recepcionistas ya nos reconocían, nos aburríamos, o algo nos incomodaba, así que para el año siguiente buscábamos otro hotel u otra casa de campo de toda la vida, urgidos por un desasosiego que de algún modo hacíamos compatible, imaginariamente, con nuestro deseo de sedentarismo.
Ahora, en el comedor, en las tumbonas y las sombrillas de la playa, empezamos a saludar a algunos de esos veraneantes que se saludan entre sí porque llevan viéndose toda la vida, y parece que algo de esa veteranía se nos contagia en alguna medida, aunque este es solo el tercer año que venimos aquí, a este oasis modesto cuyo nombre no voy a decir, por miedo a que se pierda su comedido bienestar de clase media española, su equilibrio entre la animación y el sosiego, la mezcla ahora inusitada entre generaciones, el paseo marítimo con luces suaves al anochecer y sin multitudes ni músicas, tan tranquilo que se escuchan las conversaciones de las personas con las que nos cruzamos o las que toman un helado sentadas en un banco. El principal acontecimiento de la noche puede ser la aparición de la luna llena.
Al final del arco de la costa se ve todas las noches la iluminación insomne de las torres metálicas y las tuberías de una petroquímica. En la línea del horizonte hay siempre una fila inmóvil de grandes buques petroleros. Los veraneantes de toda la vida dicen que no recuerdan otro mes de julio de tanto calor. A media mañana la arena quema como fuego y no es posible pisarla con los pies descalzos. Entrar en el agua es sumergirse en un líquido caliente. El aire quema, pero el agua está más caliente todavía que el aire. El sol quema la piel como un granizo de agujas candentes. El cielo blanco como una lámina de metal termina en una bruma sucia que borra el límite del horizonte del mar. A la caída de la tarde, en la terraza del hotel, muy cerca de la orilla, la única brisa que sopla es la de los ventiladores. La brisa inmemorial del mar se extingue cuando no hay diferencia de temperatura entre el agua y la tierra. De noche, en la habitación en la que no hay una corriente de aire que mueva las cortinas, se repiten con una fatalidad invariable las imágenes de los incendios y los mapas del tiempo llenos de manchas rojas que indican las temperaturas excepcionales de cada día y cada noche. Arden los árboles como arden la arena, el agua, la piel del bañista tendido al sol, la chapa de los coches, la goma de los neumáticos, el asfalto reblandecido, la maleza seca que prenderá como yesca en cuanto salte la chispa de un rayo o el cigarro encendido que un cretino tire por la ventanilla, o la gasolina de un pirómano.
Y lo mismo que arde el aire hierven los cerebros de los demagogos y los aprovechados y los fanáticos, de modo que uno ya sabe a qué noticias tenerles más miedo, a las de los incendios y los desastres climáticos o a las de esa actualidad política que no se ha detenido, y que tampoco en este retiro nos deja tregua, con sus vertidos tóxicos de mentira y grosería. Cuanto más acuciantes son las evidencias de un calentamiento planetario provocado por la quema de combustibles fósiles y por una economía apocalíptica que se alimenta de la destrucción de los recursos esenciales para la vida, más poder van alcanzando los negacionistas y los causantes y beneficiarios del desastre. En Texas, uno de los estados más derechistas de Estados Unidos, los recortes en los sistemas de alerta meteorológica y en las instituciones de previsión y auxilio de emergencias han multiplicado el daño de unas inundaciones que no habrían sido tan catastróficas sin el cambio climático. Decía Borges que los seres humanos poseen “la temible potestad de elegir el infierno”. Yo me protejo a la sombra tanto como puedo, y a pesar del calor extremo disfruto en lo posible de la belleza y la hospitalidad de este lugar, y me da miedo de que su atemporalidad sea ilusoria. Ahora sabemos que todo lo ganado a lo largo de los años puede perderse de un día para otro, y que la crecida del mar ya está borrando islas del Pacífico. Ese Mediterráneo que parece ajeno a las mutaciones del tiempo puede estar convirtiéndose ahora mismo en un mar muerto. Y también sabemos que los seres humanos tienen otra temible potestad, que es la de elegir con su voto a los emisarios del oscurantismo y la destrucción.
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