A menos Schengen, menos Europa
La decisión de Polonia de implementar controles fronterizos por presión de la ultraderecha daña un acuerdo fundamental de la UE


Desde el pasado lunes, Polonia inspecciona a los viajeros que llegan por tierra desde las vecinas Lituania y Alemania. Se trata de un preocupante paso atrás en uno de los grandes logros en el proceso de integración europea como es el Tratado de Schengen.
El Gobierno de Varsovia cede así a la presión de su ultraderecha, que ha llegado a organizar tenebrosas “patrullas” en las zonas fronterizas y que, siguiendo la estela de las demás formaciones ultras continentales, identifica inmigración con delincuencia. Lamentablemente, Polonia ya tenía el ejemplo al otro lado de la frontera. La propia Alemania estableció controles de este tipo en septiembre del año pasado, medida que adoptó en pleno auge de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) en los sondeos.
Hace 40 años, en junio de 1985, se firmó el acuerdo de Schengen, fundamental por su ambición, popularidad y eficacia. Cubriendo un área de 4,6 millones de kilómetros cuadrados en la que viven más de 450 millones de personas, ha facilitado el contacto, el turismo y el comercio entre los 29 países asociados —de los que 25 son de la UE— y en algunas zonas fronterizas ha supuesto una verdadera revolución, desmantelando barreras que cortaban pueblos y vidas en dos.
Sin embargo, desde hace más de una década los Estados miembros del acuerdo han ido reintroduciendo paulatinamente controles que minan el espíritu del tratado. Lo que fue acordado por los ministros de Interior de la zona Schengen en 2012 como una respuesta de emergencia al éxodo provocado por las guerras civiles en Siria y Libia se ha aplicado cada vez más como respuesta a atentados terroristas y ante cualquier amago de crisis migratoria. A esto hay que sumarle la creciente reticencia de países que ya forman parte del espacio Schengen a dar la bienvenida a nuevos socios por temor a mayores flujos migratorios. Por ejemplo, cuando a principios de este año Rumania y Bulgaria se incorporaron a Schengen como miembros de pleno derecho, lo hicieron 20 años después de la firma de su adhesión a la UE, en gran medida por el veto de Austria, que les obligó a pasar por una vergonzosa “fase transicional”. Aun así, los rumanos y búlgaros que se asomaron por los pasos fronterizos en enero mostraban su satisfacción por sentirse europeos de pleno derecho.
Una prueba de que Schengen sigue siendo una aspiración para los Estados más allá de la movilidad de sus ciudadanos, está en el empeño de Chipre —el único país de la UE pendiente de entrar junto a la República de Irlanda— en integrarse en la zona de libre circulación lo antes posible.
Es evidente que los países de la Unión Europea tienen derecho de regular quién entra y quién pasa por su territorio. Pero los mecanismos aprobados en Schengen están para facilitar, y no para dificultar esa tarea. Cooperación entre autoridades policiales, euroórdenes, política común de visados, entre otros muchos, son procedimientos que hacen de la UE más segura y no al revés.
Lo más preocupante de lo que está sucediendo es que los controles se establecen no en respuesta a amenazas reales, sino como medida populista destinada a enviar a un potencial electorado el mensaje dureza en materia de orden público. Es un error, porque los gobiernos que adoptan esta senda no hacen sino secundar a una ultraderecha que relaciona la libre circulación con la delincuencia, y que ataca de forma muy grave al concepto de integración europea ante la ciudadanía.
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