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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Trump quiere la guerra

El presidente de Estados Unidos se une a la ofensiva de Netanyahu contra Irán y añade inestabilidad a Oriente Próximo

Trump
El País

El mundo asistió este domingo al nacimiento de un nuevo Donald Trump, el belicista, que desmiente con sus acciones las abundantes promesas y declaraciones del Trump que expresaba retóricos deseos de paz y subrayaba su aversión a inmiscuirse en los regímenes políticos de terceros países como hicieron algunos de sus predecesores en la Casa Blanca.

La realidad es que no hay paz allí donde prometió que la habría “en 24 horas”: ni en Ucrania ni en Gaza. Todo lo contrario. Las fuerzas aéreas bajo sus órdenes bombardearon ayer Irán, prescindiendo del plazo de 15 días que él mismo había fijado como ultimátum al régimen de Alí Jameneí para que renunciara a su programa de enriquecimiento de uranio y se rindiera sin condiciones.

Días atrás, su secretario de Estado, Marco Rubio, había calificado de “acción unilateral” los ataques de Israel contra la República Islámica y su directora de inteligencia, Tulsi Gabbard, había asegurado que el peligro de que Irán contase con el arma nuclear no era inminente. Finalmente, Trump —que en un principio había tomado una prudente distancia respecto a la ofensiva lanzada el pasado día 13 por Benjamin Netanyahu— ha decidido subirse al carro del vencedor, arrastrado por los halagos y los éxitos militares del primer ministro israelí.

En la pugna que divide al trumpismo entre aislacionistas y militaristas, estos últimos han convencido al presidente de que utilizara primero la diplomacia del engaño y después, la fuerza en grado máximo. Una estrategia que ha descolocado a la comunidad internacional.

Sin que mediara agresión directa por parte de Irán, sin la aprobación del Congreso y sin declaración explícita, el bombardeo ordenado por Trump —una clara violación del derecho internacional— buscaba remachar el trabajo empezado por Israel para tratar de liquidar el programa nuclear de Irán mediante el uso de bombas altamente destructoras.

Aunque el resultado del ataque sea objeto de discusión —minimizado por Teherán y exaltado por Washington—, quedan pocas dudas sobre sus efectos: la bomba iraní no existirá en un horizonte inmediato y Netanyahu puede darse por satisfecho: ha empezado a coronar la larga ofensiva que empezó con la sangrienta invasión de Gaza tras los atentados perpetrados por Hamás —una milicia proiraní— el 7 de octubre de 2023 y prosiguió, a distinta escala, en Líbano y Siria. Con el ataque de Estados Unidos a Irán, el Gobierno de Israel va camino de maniatar al mayor enemigo que le quedaba.

La pelota está ahora en el tejado del ayatolá Jameneí. A él le toca decidir si responde a la entrada de Donald Trump en la guerra iniciada por Netanyahu o prefiere una negociación en torno a su programa de enriquecimiento de uranio. No es seguro que la República Islámica tenga capacidad militar para responder de forma contundente y prolongada. Tampoco que el régimen esté en disposición de ceder sin entrar en una crisis definitiva.

Que desaparezcan las pretensiones iraníes sobre el arma atómica es bueno para todos, empezando por los ciudadanos iraníes, sometidos a una represiva teocracia que no respeta los derechos humanos. Pero sobran ejemplos en Oriente Próximo para demostrar que a la caída de una dictadura le siguen muchas veces — y ante la indiferencia de Occidente— años de inestabilidad y guerra civil.

La responsabilidad de quien inicia una guerra es máxima, pero ninguna de estas preocupaciones parece haber estado en la cabeza del tándem belicista formado por Trump y Netanyahu. No es seguro que la guerra termine ahora, pero la paz real no llegará si la justicia no la acompaña, especialmente para los palestinos de Gaza y Cisjordania, en situación de extrema vulnerabilidad, engrosando a diario las pavorosas cifras de muertes bajo el fuego del ejército israelí y temporalmente olvidados en el fragor de los bombardeos sobre Irán.

Las guerras encadenadas en los últimos dos años acumulan innumerables vulneraciones del derecho humanitario y de la Carta de Naciones Unidas. Pero avanzan arrastradas por una escalada violenta que solo la política puede frenar. El fracaso de la diplomacia es aterrador, especialmente para los países que más han confiado en el multilateralismo y la legalidad internacional, empezando por la Unión Europea. De seguir por ese camino, no hay que excluir que la hipotética victoria militar de hoy no sea mañana la semilla de futuras guerras, de más fanatismo.

Nada invita al optimismo. Sin embargo, a pesar de los explícitos deseos de Netanyahu y Trump de rendir y humillar a Teherán, siempre existen resquicios para recuperar la vía diplomática y contener la escalada. Pese a su demostrada impotencia, Europa no debe tirar la toalla, en especial los países del grupo E3 (Alemania, Francia y Reino Unido), que facilitaron junto a Barack Obama el esperanzador acuerdo nuclear de 2015 —roto unilateralmente por Trump durante su primer mandato— e intentaron el viernes pasado mantener abierta la comunicación con el régimen iraní.

La vía militar recién emprendida por Washington conduce al laberinto de la guerra sin fin. Por grande que sea el momentáneo éxito belicista, es una exigencia moral y política no cerrar el camino a la diplomacia, el único que, aunque hoy parezca utópico, puede llevar algún día la paz a Oriente Próximo.

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