Oriente Próximo en el peor escenario
La entrada de Estados Unidos en la guerra con Irán declarada por Israel no haría más que alimentar a los radicales de todos los bandos


Desde hace décadas, las peores expectativas tienden a cumplirse en Oriente Próximo. Y ha vuelto a confirmarse con el enfrentamiento entre Israel e Irán, convertido en un conflicto de consecuencias globales. Lo que hasta hace unos meses era un escenario que había que evitar a toda costa —los bombardeos israelíes sobre instalaciones nucleares y ciudades iraníes o la caída de misiles iraníes en Tel Aviv, Jerusalén o Haifa—se ha convertido en la norma. La gravedad de la situación no está solo en la intensidad de los ataques o en los objetivos alcanzados, que incluyen edificios residenciales y hospitales.
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ordenó el ataque del día 13 con la excusa de frenar el programa nuclear de Irán, en una intervención bélica que viola el Derecho internacional y de la que en el pasado lo habían disuadido los propios jefes militares de su país. Sin embargo, el líder del Likud ha añadido ahora otro objetivo: la caída del régimen iraní. Es decir, cambiar unilateralmente y por la vía de la guerra el mapa del poder en la región.
En los últimos años, los ayatolás —en el poder desde 1979— hacen frente a continuas protestas internas para exigir libertad —especialmente para las mujeres— que han sido reprimidas con una extrema dureza, decenas de condenas a muerte incluidas. Con su ataque, Netanyahu ha regalado a los clérigos chiíes la excusa del enemigo exterior, tan socorrida para cualquier dictadura.
Aparcando sus cuentas pendientes con los tribunales por corrupción e ignorando las protestas de sus compatriotas por tratar de acabar con la independencia del poder judicial, Netanyahu ha embarcado a su país en tres frentes de guerra —Gaza, Líbano y ahora Irán— con el resultado de miles de muertos y un daño irreparable a la imagen de la democracia israelí. Sin embargo, no acaba de arrastrar en su deriva belicista a su gran protector, Donald Trump, decidido a seguir la frívola estrategia del desconcierto.
La intervención directa de EE UU en la guerra evoca los peores recuerdos de las intervenciones en Irak y Afganistán, que lejos de llevar la democracia y la estabilidad a esos países han perpetuado el caos y el sufrimiento de los civiles, abandonados a merced de los más radicales.
Los ministros de Exteriores de Alemania, Francia y Reino Unido y la jefa de la diplomacia de la UE se reunieron este viernes en Ginebra con su homólogo iraní, Abbas Araghchi, para buscar una salida pacífica, pero el hecho de que tal búsqueda se resuma por ahora en la necesidad de que Irán dialogue con EE UU ilustra tanto la proverbial impotencia de Europa como su dependencia de Donald Trump, el único que puede encauzar el conflicto hacia una negociación.
Para tratar de detener la escalada, solo cabe apelar al mandatario republicano, que no pierde ocasión de demostrar lo lejos que está de ser un hombre de Estado. Durante su primer mandato, Trump retiró a EE UU del acuerdo nuclear suscrito con Irán por su predecesor, Barack Obama, y por los líderes de otras cinco potencias, entre ellas China y Rusia. Aquel pacto de 2015, que limitaba y supervisaba el programa nuclear iraní, fue comparado por su trascendencia para Oriente Próximo con el que en 1978 selló la paz entre Israel y Egipto.
Tres años más tarde, alentado por Israel, Donald Trump rompió unilateralmente el tratado y sembró la semilla de conflicto actual, que además de la muerte y la destrucción que está provocando alimenta a los extremistas que —dentro y fuera de Irán— sostienen que solo la posesión del arma atómica garantiza no ser atacados. Si esa doctrina arraiga, la crisis actual —que ya se ha cobrado 400 vidas en Irán y más de una veintena en Israel—podría el primer capítulo de una fatídica nueva era.
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