Irán bombardeado, pero no derrotado
La ausencia de radiaciones indicaría que ninguna de las instalaciones nucleares iraníes ha sido completamente destruida
De hacer caso a Donald Trump, el bombardeo de las instalaciones nucleares iraníes de Isfahán, Natanz y Fordow sería el final de la guerra. Y, con el añadido de Benjamin Netanyahu, lo que ahora vendría sería la paz (es decir, la rendición de Alí Jameneí). No es previsible que algo así ocurra.
A la espera de conocer el resultado real de los ataques, el hecho de que el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) confirme que no hay radiaciones indicaría que ninguna de esas instalaciones ha sido completamente destruida. Y si eso vale para las dos primeras —golpeadas ya previamente por Israel y ahora por los misiles Tomahawk estadounidenses—, muchas más dudas genera lo que haya podido ocurrir en la planta de enriquecimiento de Fordow, enterrada a decenas de metros y equipada con las centrifugadoras más avanzadas del programa iraní. Dado que la fuerza aérea israelí no dispone de medios convencionales capaces de batir ese objetivo, todo quedaba a la espera de lo que decidiera Trump, empleando los bombarderos estratégicos B-2 Spirit, idóneos para penetrar los muy debilitados sistemas antiaéreos iraníes, para lanzar las bombas antibúnker GBU-57.
En ese punto cabe especular si el ataque estadounidense responde a un cálculo maquiavélico de Netanyahu, forzando a Trump a entrar en una guerra que decía no desear (y que le puede provocar problemas internos con su movimiento MAGA) o, más bien, si ambos han decidido jugar al “poli bueno/poli malo”. Sea como sea, metidos ya en esta vorágine belicista —cometiendo una nueva violación del derecho internacional—, cabe entender que ambos seguirán sumando fuerzas para destruir por completo el programa iraní —un objetivo absolutamente irreal—, lograr el colapso del régimen —aunque es más probable que provoquen más represión y una reacción nacionalista— o, al menos, forzarlo a firmar un nuevo acuerdo nuclear que incluya la renuncia al enriquecimiento de uranio, algo inaceptable para Teherán. A eso llaman ambos mandatarios “paz a través de la fuerza”.
Sumido en esta dinámica de acción-reacción no es previsible que Irán agache la cabeza. Cierto es que está muy debilitado, tanto por el efecto de las sanciones internacionales como por el castigo que Israel ha llevado a cabo contra sus principales peones regionales —Hamás, Hezbolá y Ansar Allá—. Sin aviación y sin sistemas antiaéreos capaces de desafiar la superioridad aérea que Israel ha logrado en apenas cuatro días, el único instrumento militar que le queda para responder a Israel son sus misiles balísticos (y drones). Pero incluso en ese terreno ya se ha comprobado que si los primeros días lanzaba oleadas de un centenar de misiles, ahora han pasado a ser de apenas una docena.
Eso hace pensar que las principales opciones que tiene Teherán en sus manos no pasan por la vía convencional. Aunque siga lanzando los misiles que pueda y realizando algún ciberataque, sabe que eso no bastará para frenar al tándem Trump-Netanyahu. De ahí que aumenta la probabilidad de que explore otras vías mucho más impactantes, empezando por atacar intereses estadounidenses en la región e instalaciones petrolíferas de sus vecinos del Golfo, así como afectar en lo posible el tráfico en el estrecho de Ormuz. Peor aún, en lugar de asumir que el golpe recibido no le deja más salida que aceptar la rendición que Washington le exige, firmando un nuevo acuerdo nuclear, es más probable que opte por salirse definitivamente del Tratado de No Proliferación y que encare abiertamente la vía de sumarse cuanto antes al club nuclear (con Ankara y Riad siguiéndole los pasos). Por cierto, es inevitable pensar que no estaríamos en esta situación si Trump no hubiera roto el logrado en julio de 2015.
Esto no trae paz, sino guerra.
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