Fiscal general en el banquillo
La insólita causa contra García Ortiz ha carecido de garantías, pero si se confirma su procesamiento debería dimitir para proteger la institución


El magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado ha propuesto que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, se siente en el banquillo para someterse a juicio por un delito de revelación de secretos. Le acusa de haber facilitado a los medios de comunicación información confidencial relativa al procedimiento iniciado contra Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. El origen del caso está en el momento en el que la Fiscalía Provincial de Madrid presentó una querella contra González Amador por un doble fraude fiscal, lo que se conoció públicamente en marzo de 2024. Una vez que la pareja de Ayuso admitió el fraude ante Hacienda y supo que terminaría encausado, su abogado envió un correo al fiscal del caso en el que admitía dos delitos contra la Hacienda Pública y proponía pagar una multa a cambio de rebajar la pena prevista desde al menos dos años de cárcel a solamente ocho meses. La Fiscalía le contestó, también por correo, que podían emprender las conversaciones para llegar a un acuerdo, sin más detalles.
Miguel Ángel Rodríguez, jefe de Gabinete de la presidenta madrileña, filtró a varios medios este segundo correo, pero omitió el primero, lo cual llevaba a inferir que la propuesta de acuerdo partía de la Fiscalía y no del acusado. Tras esa manipulación, otros medios periodísticos restituyeron la verdad y contaron que la oferta de conformidad —un trámite perfectamente legal en delitos fiscales— había partido del defraudador confeso. Al día siguiente, el fiscal general del Estado ordenó difundir una nota que ratificaba la versión veraz de los hechos y detallaba la cronología de lo sucedido. Alberto González Amador y el Colegio de Abogados de Madrid se querellaron contra la Fiscalía por, supuestamente, revelar esas comunicaciones. Ocho meses después, el instructor del Supremo ha decidido someterlo a juicio.
Si el hecho de que un fiscal general del Estado se siente en el banquillo constituye algo insólito, la instrucción del juez Hurtado también lo ha sido. De existir, el delito de revelación de secretos se ha canalizado en este caso a través de los medios de comunicación. El magistrado interrogó a varios periodistas de muy distintos medios —entre ellos, de EL PAÍS— y la mayoría declaró que conoció los supuestos secretos mucho antes de que los citados correos llegaran al fiscal general. Estos testimonios exculpaban a García Ortiz y sembraban todavía más dudas sobre el caso. Sin embargo, el juez Hurtado desdeñó estas declaraciones —independientes entre sí— y las calificó de “no creíbles” pese a ser coincidentes, pero no denunció por falso testimonio a sus autores, como parecería preceptivo. En su auto de ayer, además, introduce una conclusión —sin explicar en qué datos se basa— no incorporada antes: según el juez, García Ortiz actuó “a raíz de indicaciones recibidas de Presidencia del Gobierno”.
Tras ocho meses de investigación, el instructor no ha encontrado una prueba sólida ni un indicio indiscutible que le permitan sostener que García Ortiz es responsable de la filtración. El juez Hurtado sentará en el banquillo al fiscal general del Estado. La decisión puede ser recurrida ante el propio instructor y ante una sala del Supremo formada por tres magistrados, que tendrán ante sí una causa excepcional y envenenada por motivaciones políticas. A nadie se le escapa que llevar a juicio a García Ortiz, más allá del daño personal que experimentaría quien es garante de la legalidad y pieza clave en el sistema judicial, sitúa a la democracia española en una coyuntura inédita. Dirigir la Fiscalía General del Estado y, a la vez, estar acusado en un proceso implica someter a una tensión desproporcionada a una institución sobre la que no debe proyectarse ni una sombra de duda.
La ley que regula el Estatuto de una estructura tan jerárquica como el Ministerio Fiscal establece que el fiscal general del Estado tiene, entre otras, la potestad de resolver discrepancias entre fiscales y de impartir a sus subordinados órdenes “tanto de carácter general como referidas a asuntos específicos”. Si finalmente se sienta en el banquillo, el fiscal que intervenga en el caso —pida o no su absolución— será un subordinado suyo.
Lo más adecuado sería que si el posible recurso no se resuelve a su favor, Álvaro García Ortiz presentara su dimisión. Para que la alta institución que dirige no se vea afectada —ni paralizada— por este lamentable proceso y para que él mismo pueda defenderse libre de toda duda y con todos los mecanismos a su disposición. También para evitar que el debate se centre en esa hipotética dimisión en lugar de hacerlo en la inconsistencia del procedimiento del juez Hurtado. El Gobierno tiene la facultad de nombrar al fiscal general del Estado, pero no la de destituirle. Si él cesa voluntariamente, el Ejecutivo puede legítimamente nombrar a otro fiscal general y evitar el daño institucional en torno a una figura clave en el Estado de derecho.
El garantismo con el que históricamente se ha regido el Supremo debe primar de nuevo para poner fin a un proceso anómalo desde su origen y marcado por la endeblez de los indicios acumulados durante una instrucción plagada de arbitrariedades. Los jueces del Supremo se enfrentan a un caso sin precedentes, del que el populismo ha hecho bandera para cuestionar la calidad democrática de España. Frente a estos discursos, el alto tribunal, representante de la cúpula de la judicatura, debe ceñirse a los hechos. Y estos son tozudos. La protección de las instituciones no es una tarea exclusiva del poder político, ya sea el Ejecutivo o el Legislativo, sino que compete en igual grado a quienes ejercen el tercer poder del Estado.
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