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Tribuna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un auto extrañísimo

Parece claro que, ante una resolución tan endeble y con una interpretación tan caprichosa como el procesamiento de García Ortiz, lo que toca no es dimitir, sino defenderse

Álvaro García Ortiz, en los premios del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, el día 9.
Manuel Cancio Meliá

El castellano no distingue entre “poder” en el sentido de que sea fácticamente posible hacer algo y “poder” en el sentido de que sea correcto o lícito hacerlo. Otros idiomas utilizan dos verbos distintos para esas dos acepciones.

Obviamente, en el auto emitido en la causa especial dirigida contra el fiscal general del Estado y la fiscal provincial de Madrid, en el que se dispone abrir procedimiento abreviado contra estas dos personas, el instructor podía hacer –“el que pueda hacer, que haga”-, en la primera acepción, por la competencia jurisdiccional que le corresponde. Pero en Derecho, no debía hacerlo.

Los hechos sobre los que versa el procesamiento del fiscal general del Estado y de la fiscal provincial son muy conocidos, pero conviene sintetizarlos: un ciudadano lleva presuntamente a cabo maniobras para eludir el pago de los tributos que genera el hecho de haber obtenido una elevadísima comisión en la intermediación de la adquisición de material sanitario en plena pandemia. Un patrón conocido. La Administración tributaria pasa el tanto de culpa a la Fiscalía, pues se han falsificado facturas para enmascarar el beneficio obtenido como comisionista y la cuota defraudada supera el umbral mínimo establecido para la existencia de delito fiscal. Hasta ahí, también lamentable business as usual.

Sin embargo, resulta que el presunto defraudador es la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Y ahí comienza un episodio ya fuera de toda normalidad: primero, una operación mediático-política en la que la propia presidenta, aparte de negar los hechos, señala en varias ocasiones que el investigado está siendo perseguido por ser su pareja, que existe una “operación de Estado” contra ella. También se afirma desde su Gobierno que la Fiscalía había ofrecido una conformidad al sujeto presuntamente delincuente, y que esa oferta se habría retirado al saberse de quién se trataba.

Además, el investigado había cedido al Gobierno de la Comunidad de Madrid un correo electrónico en el que, a la inversa, era su abogado quien ofrecía -en nombre del investigado- reconocer los hechos a cambio de pactar una rebaja de la pena. La Fiscalía, en una carrera por ganar “el relato”, publica una nota aclarando que fue al revés.

Tras todo lo anterior, la representación del investigado, y los activistas de siempre de la acusación popular contra el Gobierno, plantean una querella por revelación de secretos. De este modo, pronto se abandona la idea de que la nota aclaratoria pudiera ser delictiva y se pasa a investigar la filtración del correo. Puesta en marcha la instrucción ante el Tribunal Supremo, ante el que está aforado el fiscal general del Estado, el instructor despliega una actividad nunca habida: manda allanar la oficina del fiscal e intervenir todos sus dispositivos. En el curso de la instrucción, varios periodistas afirman que conocían el correo electrónico antes de que se le remitiera al fiscal general.

Ahora, en el auto emitido, el instructor estima que hay suficientes indicios de que fue el fiscal general quien filtró ese correo, cometiendo así el delito de revelación de secretos, concretamente, por el tipo específico que castiga esa revelación por parte de un funcionario público.

Se trata de una instrucción extraordinariamente sesgada, en la que parece claro que desde el principio el instructor había decidido procesar al fiscal general, sin atender a qué pudiera averiguar en su investigación.

Primero, ningún esfuerzo dedica a explicar cómo es posible que sea un dato reservado, un secreto, algo ya de conocimiento público. La argumentación de que una vez cedida la información, seguía siendo secreta para los demás, en fin, no es seria.

Segundo, en relación con la declaración de varios periodistas donde afirman que la fuente de la que obtuvieron la información no fue el fiscal general, el instructor señala, simplemente, que se trata de una declaración “subjetiva” que no merece su inclusión en el proceso.

Tercero, el instructor parece tomar como indicios de que fue el fiscal el filtrador, por un lado, que solo respondió a las preguntas de su letrado -incomprensible: cualquiera sabe que el investigado no tiene por qué responder-, y, por otro lado, que borrara el contenido de sus dispositivos personales -incomprensible: todos sabemos que no tenemos por qué facilitar la intrusión en nuestra intimidad, y mucho menos el fiscal general del Estado en el ámbito reservado de la institución-.

Por último, en una caprichosa interpretación de los hechos, descarta que fuera cualquiera de las múltiples personas que tuvieron acceso al correo electrónico quienes pudieran filtrarlo. Se limita a afirmar llanamente que fue el fiscal. Y ya, como guinda de todo este proceso sesgado, afirma el instructor que fue el Gobierno del Estado quien, al recibir el citado correo, hizo un uso político del mismo. Así, porque eso es lo que él cree.

En síntesis, un auto difícil de entender en términos jurídicos, pero que se entiende demasiado. Más allá del ámbito técnico-jurídico, parece claro que, ante un auto tan endeble, con una interpretación tan caprichosa, lo que toca no es dimitir, sino defenderse.

Hay quien se ofende mucho cuando se habla de la existencia de lawfare en España. A la vista del auto de hoy, que venga quien resulte competente y lo vea.

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