Prismáticos para leer el mundo
El periodista necesita hoy las herramientas del carpintero: para desmontar las historias que nos tienen embobados


En una entrevista que le hicieron hace ya años, el legendario periodista estadounidense Gay Talese contaba que cuando ya había reunido el material suficiente sobre el asunto o el personaje del que iba a ocuparse, empezaba a escribir su texto en una máquina eléctrica con letras mayúsculas y a triple espacio e iba imprimiendo las páginas que le resultaban satisfactorias. Las pegaba entonces a una pared con un alfiler —tenía cuatro o cinco paneles de poliestireno para hacerlo, comentaba— hasta que llegaba a tener un montón de ellas colocadas en orden. Luego se sentaba al otro lado de la habitación, cogía unos prismáticos y empezaba a leer. Quería ver su material “con ojos frescos, como si otra persona lo hubiera escrito”.
Si cada periodista siguiera ese descabellado ritual en una Redacción, el resultado sería previsible: no terminarían nunca de estar listas las piezas, se publicarían las noticias con retraso, el atasco sería monumental, un desastre. Algo hay, de todas formas, que convendría rescatar del procedimiento que seguía Talese con sus materiales. Y eso, claro, tomándose lo que dice con ese descreimiento radical que es condición imprescindible para abordar las toneladas de mitología bajo las que empieza a estar ya sepultado el nuevo periodismo. Es posible que Talese se lo inventara todo, pero ese escéptico distanciamiento debería recomendarse en cualquier manual elemental que dé pistas sobre cómo desempeñar este oficio. Tómese el tiempo necesario, trabaje con rigor sobre los hechos que lo ocupan, váyales dando forma. Y luego acérquese a lo que ha empezado a escribir como si aquello fuera la obra de un extraño.
Hubo un tiempo en que se decía, acaso con un exceso de ligereza, que la tarea del periodista es la de contar historias. Lo que se pretendía subrayar de ese modo es que la información que se maneja es complicada, y que resulta necesario escudriñar en sus alrededores, no darse por contento con la versión más inmediata, seguir preguntando sin sosiego, hurgar en las zonas menos visibles, buscar una perspectiva, dar con el tono apropiado para dar cuenta de lo que ocurre. Con el tiempo, sin embargo, aquello de contar historias quedó reducido a la banal tarea de buscar unos efectos: sembrar el miedo, despertar ilusiones, ofrecer el cuento más redondo que sirviera para satisfacer los prejuicios de los hipotéticos lectores. Y en esas andamos, en el periodismo convertido en una rama más del entretenimiento. A David Simon, el periodista que luego escribió la serie The Wire, le pidieron en el Baltimore Sun cuando trabajaba allí que no solo contara historias, sino que sus historias fueran “dickensianas”, que hicieran llorar.
Ante esta endiablada deriva debería ser hoy obligatorio coger esos prismáticos de Gay Talese, si es que todavía se quiere informar sobre las cosas que pasan. Porque efectivamente son complejas y están llenas de ruido y, porque cuando se tiene noticia de ellas, todavía están siguiendo su curso y no es posible conocer su sentido, la última palabra. Un primer ejercicio para recuperar el músculo periodístico pasa por tomarse con la debida distancia todos esos relatos que elaboran los gabinetes de cuantos tienen el más mínimo poder. Para informar, de lo que se trata es precisamente de desmontarlos. El énfasis, en estos tiempos de construcción de realidades alternativas, no tendría que ponerse tanto en ese omnipotente narrador decimonónico que se propone atrapar el mundo, sino más bien en las modestas herramientas del carpintero que permiten deshacer esas enormes ficciones que nos tienen embobados.
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