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Cuando Joan Didion se contaba historias para poder morir: viaje al archivo íntimo de la escritora

La Biblioteca Pública de Nueva York atesora los papeles de la autora, incluido el material que nutre un libro con material inédito. Su salida ha reabierto en Estados Unidos el debate sobre la gestión de los legados literarios

Joan Didion, retratada en su apartamento del alto Manhattan en enero de 2003.
Iker Seisdedos

El 3 de marzo de 1966, Joan Didion escribió “¡Quintana!” en su dietario rojo de tapa dura. Aquel fue el día en el que su marido, John Gregory Dunne, y ella adoptaron a su única hija, Quintana Roo Dunne. El 30 de enero de 1964, cuando se casaron, Didion se limitó a anotar: “¡Oh NO!”. Y al día siguiente: “Ya sonrío de nuevo”.

Los dos diarios están perdidos en el océano de documentos del archivo literario y personal de Didion y Dunne, una de las parejas más famosas y sofisticadas de la literatura y el periodismo estadounidenses, que la Biblioteca Pública de Nueva York (NYPL) puso recientemente a disposición de investigadores y fans, sobre todo de ella. En total, son 336 cajas, cinco carpetas de gran tamaño y un tubo, que suman algo más de 44 metros lineales, además de 9,8 megas de archivos informáticos, y 52 grabaciones de audio y 19 de vídeo. La institución adquirió el conjunto (por un dinero que no trascendió) en 2023, cuando había pasado poco más de un año de la muerte a los 87 años de Didion, última superviviente de la familia, por complicaciones de su párkinson.

Entradas correspondientes a los días 30 y 31 de enero de 1964, cuando Joan Didion y John Gregory Dunne se casaron.

Es tentador interpretar las dos escuetas entradas del diario a la luz de la imagen pública de una escritora famosa por su carácter distante, que se las apañó para preservar un aura enigmática pese a que escribió mucho sobre sí misma, también cuando lo hacía sobre el mundo que le tocó vivir: de los asesinatos de la familia Manson a los años de Reagan, y del juicio y condena por error de los Cinco de Central Park, negros e hispanos encarcelados por la brutal violación de una mujer blanca que no habían cometido, al exilio de Miami.

Son famosos sus textos autobiográficos, y en el archivo aguarda uno, más modesto, que añadir al canon. Lo escribió en 2002 para una reunión de viejos alumnos por los 50 años de la promoción de su instituto en Sacramento. Está en una caja con el resto de los anuarios escolares, y en él, resumió sin florituras qué fue de su vida tras graduarse: el paso por la universidad de Berkeley, la promesa de Nueva York tras ganar un concurso para trabajar en Vogue, el matrimonio con Dunne, la mudanza a Los Ángeles −donde vivieron “dos años en Portuguese Bend, cinco en Hollywood, siete en Malibú y 10 en Brentwood”− el nacimiento de Quintana, la vuelta a Nueva York en 1988, las novelas y los volúmenes de ensayos y los guiones firmados junto a su marido. Ese último trabajo, escribe ella, es el que “esencialmente” les permitió vivir sin preocuparse del dinero (y ese desahogo también explicaría por qué siempre tuvieron sitio en sus muchas casas para tantos papeles, y cómo estos sobrevivieron a todas esas mudanzas).

Joan Didion y John Gregory Dunne, junto a su hija adoptada, Quintana Roo, en el salón con suelo de terracota de su casa de Malibú, en 1972, en una sesión de fotos para 'Vogue'.

Los dietarios de la NYPL incluyen cuadernos comprendidos entre 1964 y 2013 y se reparten en 16 cajas, dos de las cuales, al igual que otros materiales, son de acceso restringido hasta 2050, porque “contienen información personal”. Más que para verter sus secretos, esos cuadernos le servían para apuntar ideas, citas literarias y de películas, teléfonos, qué cocinar las noches en las que, frecuentemente, la pareja tenía invitados y, sobre todo, quién le debía, y cuánto dinero, por los artículos que publicaba en revistas y periódicos. En uno de ellos, aguarda la prueba de que fue una joven republicana: una pegatina electoral de Barry Goldwater, candidato perdedor en las presidenciales de 1964. Podía perfectamente, eso sí, dejar pasar semanas o meses sin anotar nada. “En ningún momento he sido capaz de llevar un diario con éxito”, escribió en su ensayo Sobre tener un cuaderno de notas (1966), “mi estrategia para la vida diaria vacila entre el abandono flagrante de mis obligaciones y la simple distracción”.

Didion tampoco llenaba los cuadernos que usaba en sus reportajes, o al menos no llenó los que fue posible consultar durante dos jornadas en la sala de manuscritos de la biblioteca, en las que solo dio tiempo a arañar la superficie del archivo. En el que usó en 1982 en sus despachos para The New York Review of Books sobre la guerra civil en El Salvador –que reunió en un libro– las notas, con una letra ininteligible, a menudo tachada, se alternan con las páginas en blanco y las instrucciones para llegar a la casa presidencial “por el zoológico”.

Papeles e imágenes del archivo de Joan Didion y John Gregory Dunne, fotografiados el pasado mes de marzo, en la sala de archivos y manuscritos de la Biblioteca Pública de Nueva York.

Tal vez no fuera tan mala idea desperdiciar de esa manera el material de papelería: cuando Didion murió, se organizó una subasta con parte de sus cosas, y un lote de 13 cuadernos por estrenar, con un precio de salida de 100 dólares, se adjudicó por 11.000. El resto de la venta también fue un éxito: se recaudaron 1,9 millones de dólares con dos fines benéficos, la lucha contra el párkinson y una residencia para autoras en Sacramento, ciudad en la que Didion había nacido en 1934. De ella, escribió: “Cualquiera que hable del hedonismo en California nunca ha pasado una Navidad en Sacramento”.

Talento para los negocios

Aquella operación probó tanto el talento para los negocios de quienes manejan su legado (sus sobrinos), como el estatus de estrella de las letras de una autora cuyas novelas, ensayos y reportajes le garantizaron, además de un lugar en el panteón literario, una nutrida legión de fans, seducidos en parte por una imagen distante y elegante sin esfuerzo, frágil, pero decidida, con la que quiso identificarse también la moda. Didion tal vez sea la escritora más fotografiada con fines publicitarios. La buscaron incluso cuando ya era una octogenaria, y protagonizó su última campaña, para Céline.

Esa fama también traspasa los muros de la sede de la Quinta Avenida de la biblioteca. Según confirmó una de sus empleadas, su archivo es desde el día de su apertura en marzo el más consultado. Las solicitudes de las cajas de ella superan con creces a las de su marido, aunque ambos legados están entrelazados.

Didion y Dunne estuvieron juntos 29 años. Era una de esas parejas con personalidades opuestas, pero complementarias, en las que uno termina las frases del otro. Se editaban mutuamente, y superaron unas cuantas crisis e infidelidades, la más famosa de las cuales les llevó a su refugio en la época. Lo contó ella en su segundo libro de ensayos, El álbum blanco (1979). “Estoy sentada en una habitación de techos altos del Hotel Royal Hawaiian de Honolulu, observando cómo las cortinas translúcidas ondean con el viento alisio, mientras intento rehacer mi vida. (...) Estamos aquí, en esta isla en medio del Pacífico, en lugar de pedir el divorcio”, escribió.

Joan Didion y su marido, el escritor John Dunne, en una foto de 1977.

Didion vio fallecer a su esposo el 30 de diciembre de 2003. Cayó fulminado en su apartamento de Manhattan a la hora de la cena de un ataque al corazón. Ambos volvían de visitar en el hospital a su hija, que moriría 20 meses después. De la experiencia de perder a Dunne surgió El año del pensamiento mágico (2005), un soberbio recuento del duelo y uno de los libros más famosos de la autora, además del primero de los suyos que se tradujo al español.

Los sucesivos borradores de ese ensayo, mezclados en su caja con artículos científicos sobre la muerte permiten bucear en su proceso creativo. En ellos están las frases que abren el libro (“La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante”) seguidas de una reflexión sobre el 11-S (“Nunca volví a ver un avión en un cielo azul despejado sin sentir inquietud”); la fotocopia del atestado del portero del edificio, con su destello de banalidad (“Se han llevado al señor Dunne al hospital a las 22:05. Bombilla fundida en el ascensor A-B”); o esa nota en la que la escritora cuenta que llega el catálogo de ropa de Brooks Brothers, la marca favorita de Dunne, y siente la necesidad de volver a comprar todo lo que había tirado del armario de él tras el fallecimiento.

Didion escribe el nombre de su esposo en sus cuadernos y diarios siempre completo, “John Gregory Dunne”, o con las iniciales, “JGD”; casi nunca, simplemente, “John”. Curiosamente, sus albaceas han titulado Apuntes para John el primer, y puede que último, libro con material inédito salido del archivo. Recopila los informes que redactó para él de sus visitas a un psiquiatra entre 1999 y 2002, tiempo en el que sufría depresión y vivía atormentada por el alcoholismo y el trastorno límite de personalidad de su hija, que falleció a los 39 años debido a una pancreatitis.

La publicación de ese libro, que en español sacará, como el resto de su obra, Random House, ha generado el clásico debate: ¿habría querido la autora que vieran la luz esas 125 hojas de notas sobre su terapia sobre las que no dejó instrucciones? Alexandra Jacobs, en The New York Times, defiende la decisión, “porque todos los implicados están muertos” –también el psiquiatra, Roger McKinnon– y porque “en 2025”, escribe Jacobs, “deberíamos cantar aleluya porque la gente aún quiera ver esto y no los desnudos de cualquier influencer”.

A Tracy Daugherty, autor de la biografía más completa sobre Didion (The Last Love Song, 2015) le “inquieta” la publicación del libro. “Los detalles de la vida de un creador son importantes en la medida en que iluminan el arte y su momento cultural. Codiciar todos sus secretos es perder el objetivo”, considera en un correo electrónico enviado la semana pasada. “Por otra parte, me incomoda el ‘culto a Joan”.

Daugherty también recuerda que la autora era “incapaz de escribir una frase incorrecta, ni siquiera cuando tomaba notas”. Y por eso, al leer el nuevo libro, te preguntas si Didion habría aprobado un texto en el que el verbo “dijo” (“said”, en inglés) se repite 1.087 veces en poco más de 200 páginas. “Me figuro que ha influido que en el archivo no había más material inédito”, explica a EL PAÍS en una videoconferencia Evelyn McDonnell, autora de The World According to Joan Didion (El mundo según Joan Didion). “Esas ‘notas para John’ no la dejan en un buen lugar. Hay revelaciones interesantes en ellas, pero en cierto modo prueban que no fue honesta con lo que pasó”.

Didion volvió sobre aquello que pasó en Noches azules (2012), libro en el que relata la larga pesadilla médica y emocional de perder a su hija. “Su marca era su compromiso de escribir honesta y rigurosamente de sí misma y del mundo”, aclara McDonnell. “Al leer esos apuntes, te das cuenta de que no lo hizo cuando se trató de su hija: pasó de puntillas por la adicción y sus problemas de salud mental”.

El rastro de Quintana está disperso en las cajas de la NYPL. Didion guardó los papeles de su adopción, así como los preparativos, las cuentas y el discurso que escribió para su boda. Abundan los trabajos escolares y los dibujos que regalaba a ambos con motivo de cumpleaños y de los días del padre y de la madre.

Joan Didion

También están los retratos que tomó de ambos cuando decidió dedicarse a la fotografía profesionalmente, así como las cartas de recomendación de la famosa periodista para tratar de colocar en revistas de Nueva York a su hija, a la que solía llamar “Q” o “Ratón”. Hay un archivador grande con un solo ítem: un collage del que se habla en Noches azules, con el recorte de un poema de Karl Shapiro publicado en los 60 en The New Yorker que Didion colgó en varias de sus neveras. Aunque tal vez el documento más impactante sea una misiva firmada en 1998 por una tal Erin Vaughan, que comunica a Quintana que está buscando a su “hermana de nacimiento”, y que sospecha que puede ser ella. También le pide que marque la respuesta correcta: “No soy adoptada” o “No quiero que me contacten”. Meses después, accedió a conocerla, y también a su madre biológica. Y no fue una buena idea.

Quintana también aparece citada en las cartas que sus padres recibían de sus amigos, casi todos famosos, ya sean editores, escritoras o reporteros. La lista de remitentes es impresionante. Charles Schulz, padre de Snoopy, se declara fan de Didion desde que leyó la frase (“El centro cederá”) que abre Arrastrarse hacia Belén, su famoso reportaje sobre la ruina del San Francisco hippy de los sesenta. Richard Avedon, el fotógrafo, es uno de los corresponsales más constantes y atentos. Y si la escritora Eve Babitz −primero amiga, luego enemiga− les felicita la Navidad con Brian Jones, de Rolling Stones, el líder contracultural Timothy Leary les envía recuerdos tras haber ingerido una “droga maravillosa” que no termina de hacer efecto.

La más abundante es, con todo, la correspondencia con la fauna del cine, principal dedicación de la pareja durante la década en la que juntos escribieron películas como Pánico en Needle Park (1971) o Ha nacido una estrella (1976). La documentación de esos proyectos es una parte importante del archivo, que cuenta con secciones dedicadas a los contratos editoriales, la gestación de novelas como Según venga el juego (1970) o Democracy (1984), los premios o el periodismo: de las notas mecanografiadas para los perfiles de Joan Baez o el pantera negra Huey Newton, a las credenciales de las convenciones demócratas y republicanas que cubrieron en los ochenta.

Carta de John Wayne a Joan Didion, fechada el 28 de septiembre de 1965, incluida en los papeles de Joan Didion y John Gregory Dunne de la Biblioteca Pública de Nueva York. Publicada con el permiso de John Wayne Enterprises, LLC. (Todos los derechos reservados. www.johnwayne.com)

En lo que se refiere a las cartas cinéfilas, abundan las de personalidades tanto del nuevo Hollywood, presencia constante en la casa la Malibú, como del viejo. Didion publicó un halagador perfil de John Wayne, y el actor se lo agradeció con un mensaje y una botella de champán, que no duró en la bodega de los Dunne, reconocidos bebedores. “Que una mujer escriba así de un tío no daña un pelo su ego”, bromea Wayne, mientras que Billy Wilder le agradece con sorna una crítica positiva en Vogue de la incomprendida Bésame, estúpido (1964): “He leído su pieza en la peluquería, con la cabeza dentro del secador, y le puedo asegurar que le ha hecho bien a mi corazón de viejo pornógrafo”.

Certificado de nacimiento de Joan Didion, el 5 de diciembre de 1934  en el Mater Misericordiae Hospital de Sacramento.

Para McDonnell, la biógrafa, la correspondencia más novedosa es la que Didion mantuvo con sus padres (a ella, Eudene, la llama “madre”; a él, Frank, “papi”). Está entre los papeles de su familia, pioneros en California en el siglo XIX, junto a la huella de su piececillo en el certificado de nacimiento. Es una de las pocas correspondencias de las que la NYPL conserva las cartas de remitente y destinatario. En una de esas misivas, el padre escribe lo que parece una nota de suicidio: “Ha sucedido algo que escapa a nuestro control, lo que me hace creer que no estaré aquí mucho más tiempo”.

Frank Didion no se suicidó, pero su hija sí heredó esa personalidad depresiva. En Apuntes para John, ella habla a su psiquiatra de la carta, y cuenta que en aquella época iba a ver a su padre al sanatorio en el que estaba ingresado. Salían juntos a algún restaurante, y él “solo quería comer ostras”.

En otra sesión confiesa que ha estado dándole vueltas a su vida, a “si ha valido la pena”, y se pregunta “qué clase de legado” dejará tras de sí. Ese legado, en parte, ha acabado a buen recaudo en la Biblioteca Pública de Nueva York. Al leer ese pasaje, es fácil pensar que Didion, que entonces tenía 65 años, ya había empezado a buscar −por darle la vuelta a su frase más famosa, “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”− los relatos que tarde o temprano iba a necesitar para poder morir.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.
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