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tribuna
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La ley de la hospitalidad

Las vidas de los sin techo nos atañen a todos. Aunque parecen invisibles, llenan nuestras calles

Varias personas, en un acceso en la Terminal 4 del Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas en mayo.
Aurora Freijo

“La capital es una ciudad moderna, abierta a Europa; por eso, el viajero recién llegado podría extrañarse al verlo de rodillas bajo un sesudo cedro, personaje insólito entre la profusión de viandantes que circulan por la acera. No está haciendo teatro al aire libre, fascinante actividad. No es actor. Ni mimo. Ni malabarista. No lleva sombrero de copa de donde sacar palomas o conejos. No lanza resplandecientes lenguas de fuego de litúrgicos colores para iluminar el nacimiento de la noche. Practica la mendicidad”. Así comienza uno de los libros del escritor Agustín Gómez Arcos, al que titula El hombre arrodillado, donde Fermín, el joven protagonista de 26 años que abandona su pueblo para buscar trabajo, ávido, lleno de vida, ganas y fuerza, acaba mendigando en las calles de París.

Muchas veces me he preguntado cómo será ese primer día en el que alguien decide, cerradas todas las posibilidades, tomar un lápiz y escribir en un cartón, que colocará ente sus pies y que desde entonces será su carta de presentación, su condición, su miseria y arrodillarse por primera vez en una calle para comenzar a ser invisible. Cómo será la mañana en que se toma la terrible decisión de entrar a un vagón de metro y recitar la intimidad propia, la vulnerabilidad, cómo la primera noche que se duerme en la calle, sabiendo que es la inauguración de todas las demás. Imagino una valentía inusual para dar ese salto al vacío, una dignidad lastimosa para poder tomar la decisión de iniciar la caída a un abismo, a una rendición, a un derrumbe, donde lo íntimo y privado quedará a la vista de todos. E imagino un asfixiante y dolorosísimo sentimiento de vergüenza ante la exposición pública en que se han convertido sus días, sabiendo además que, a partir de entonces, la relación con el otro ha comenzado a quebrarse, a modificar su esencia, produciéndose una distancia irreparable: desde ese momento pasará a forma parte de los márgenes, de la exclusión, de aquellos a los que la falta de lugar les roba los derechos e incluso la humanidad.

Nuestras calles están llenas de Fermines arrodillados, prácticamente invisibles a nuestros ojos ciudadanos, sin techo cada noche, acostados a la intemperie, desacomodados por el trazado de nuestras ciudades que esconde bajo el diseño una arquitectura hostil (púas, rejas, bancos inclinados o divisorios) pensada para expulsar y no para acoger, para apartar de la vista a los cuerpos incómodos. En las últimas semanas algunos se han hecho visibles, han resultado enmarcados al ocupar, para habitarlo, un lugar insólito que en realidad no es un lugar, un espacio de tránsito, viviendo en un lugar en el que no se vive: una terminal de un aeropuerto. Cuando Marc Augé señalaba como un no-lugar a los aeropuertos, no imaginó que ahora más de 400 sin techo han hecho de la lujosa T4 de Madrid el lugar de lo sin-lugar, que la terminal ha sido habitada por la exclusión.

Para el filósofo lituano Emmanuel Lévinas nuestra identidad como humanos se cifra en la relación con los demás, y en concreto en la relación de hospitalidad. Me descubro a mí mismo, dice, como responsable, como respondiendo a la llamada del otro que es una llamada de acogida, de acudir a su encuentro, dado que la responsabilidad es la estructura esencial, primera, fundamental, de los sujetos que somos. Debo ser capaz de reconocer en el otro vulnerable a un individuo concreto, peculiar, único, objeto de nuestra responsabilidad ante él. El otro tiene rostro, viene a decirnos, y me interpela, me requiere. La filosofía primera no es la metafísica, dice Lévinas, sino la ética. La hospitalidad es la atención debida al otro, la compasión, el ser capaz de padecer con el otro. Tal vez por ello, cuando pasamos al lado de los arrodillados, de los tumbados en las aceras, notemos inevitablemente un desacomodo, el sentimiento vergonzante de no corresponder como debiéramos.

Pero la acogida al otro no debe ser solo un gesto propio e individual sino un principio ético fundamental y universal. Sin embargo, no es fácil la hospitalidad. Derrida nos habla de una tensión entre la hospitalidad incondicionada y la condicionada, entre la radical, que diríamos casi franciscana, la hospitalidad ontológica, deseada pero imposible, donde el huésped y anfitrión pierden sus roles y la regulada, imperfecta pero la única efectivamente posible y condición de posibilidad de toda justicia social. La política existe, nos recuerda Jacques Rancière, cuando lo que no tiene nombre se nombra, cuando lo que no tiene parte reclama una parte. Las vidas sin techo nos atañen a todos. La hospitalidad debiera ser ley, la ley primera, la matriz. Reconocerla como tal es el paso incondicional para el diálogo, el entendimiento y la puesta en acción.

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