Trump y su intento de asfixiar el arte “indecente”
La Casa Blanca prohíbe financiar con fondos públicos obras sobre la igualdad y la inclusión. Pero la censura a menudo aviva la llama de la creación


No es la primera vez que la artista Holly Hughes se enfrenta a la censura velada de la desfinanciación. La primera vez fue en los noventa, con George Bush padre recién estrenado tras los años de Ronald Reagan. La segunda, ahora, con el delirante y estrepitoso regreso de Donald Trump. Ambas épocas comparten un rasgo común: la convulsión cultural, el choque entre pasiones reaccionarias, viejas o renovadas, y expresiones de libertad recién conquistada. En el centro de la colisión, de todas las colisiones políticas, está el arte, una trinchera de creación, fantasía e irreverencia que el poder se empeña en domar o neutralizar, con escaso éxito.
En 1990, el National Endowment for the Arts (NEA) le denegó a Holly Hughes y a otros tres artistas los fondos que tenían asignados para llevar a cabo sus proyectos, a pesar de estar aprobados. El director del NEA, John Frohnmayer, recurrió a la llamada “cláusula de la decencia”, con la que se reservaba el derecho a controlar la línea ideológica de los proyectos. Los cuatro artistas, que dedicaban su obra a explorar la violencia sexual y el SIDA, fueron descalificados porque, según Frohnmayer, su arte era ofensivo e ilegítimo. “Decencia” era un eufemismo de “homofobia”.
Aunque denunciaron y ganaron el caso, la campaña de difamación pública los puso en el punto de mira, los convirtió en el blanco fácil de unas reservas de ira, recelo y rencor que explotaban en plena guerra cultural en los noventa. Para Hughes, “la campaña de humillación pública fue una pesadilla”. Un cuarto de siglo después, esta figura multipremiada del paisaje artístico estadounidense vive un déjà vu. Tras las órdenes de Trump de prohibir que se destinen fondos federales a programas para “la diversidad, la igualdad y la inclusión” o que “promuevan la ideología de género”, el NEA declaró que se adheriría a las restricciones del presidente. 463 artistas, entre ellos Hughes, firmaron el 18 de febrero una carta de protesta dirigida a la institución. Todavía esperan una respuesta formal.
Al tiempo que las nuevas regulaciones llegaban al NEA, el Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas vivía una serie de volantazos: Trump fue nombrado presidente, se llevaron a cabo despidos y se cancelaron producciones programadas, como el musical infantil Finn, que cuenta la historia de un tiburón que sueña con ser un pez y tener escamas de purpurina (sí, purpurina). Otros museos y organizaciones han perdido empleados y estructura. El Art Museum of the Americas, en Washington D. C., anunció a finales de febrero que cancelaría dos de sus próximas exposiciones, una muestra colectiva de artistas afroamericanos y otra sobre activismo y homosexualidad en el Caribe.
El caso más reciente es la “limpieza ideológica” de la red de museos Smithsonian. Hace unas semanas, Trump publicó un decreto titulado Restaurando la verdad y la cordura en la historia de Estados Unidos, donde declaraba que el país había sido sometido a “un movimiento revisionista” que busca “socavar los notables logros de Estados Unidos al proyectar sus principios fundacionales y sus hitos históricos bajo una luz negativa”, haciendo alusión a las protestas antirracistas que exigen reparar las heridas de la esclavitud. Trump no quiere oír hablar de autocrítica ni de reparación. Para él, esto no es más que “ideología antiamericana” y “vergüenza nacional”.
¿Su antídoto contra el antipatriotismo? Silenciar a los artistas, fulminar exposiciones, desfinanciar museos, e ir royendo decreto a decreto, despido a despido el esqueleto de la imaginación colectiva. A principios de mayo, la escritora Annie Doren creó una hoja de cálculo para incluir todas las organizaciones que han perdido las ayudas del NEA. El documento empezó a circular y cuenta ya más de 550 proyectos y centros desfinanciados.
Trump no es el primero que lo intenta. Más de un dictador ha soñado con suprimir el arte, cortar de cuajo el cordón umbilical de las ideas y las formas, pero, por irrealizable, muchos se han contentado con usurparlo, ponerlo al servicio de sus causas. Más subrepticiamente, otros han optado por la desposesión, reducir inversión pública y despojar la cultura de recursos materiales. Lejos de apagar el fuego, esto no hace sino avivar la llama de la creación. Espoleado por la censura, a menudo el arte rompe con más saña las reglas impuestas o cuando menos las dobla y las tuerce, desordena las simetrías del mundo para proponer nuevos significados.
Aunque el arte no es el enemigo número uno del autoritarismo (este puesto lo ocupan los chivos expiatorios del momento), sí es su mayor amenaza conceptual. El arte cuestiona, cosa imperdonable en el reino de la oligarquía y el personalismo, y, quizá más importante, el arte se pregunta por el otro, la Otredad, aquello que no somos y que no conocemos, y que habita fuera y dentro de nosotros mismos. Para el arte, lo desconocido es un enigma fascinante, y quizá una vía de encuentro, la base de la empatía. Todos podemos, cuando leemos una novela, cuando vemos una obra o película o pintura, habitar otras realidades y cuerpos, imaginarnos cómo sería ser otros. El odio al que personajes como Trump apelan para rechazar al extraño, al diferente es un rasgo bien enraizado en la conciencia humana, pero hay una pulsión que el arte desata, tan o más honda, e inagotable: la curiosidad.
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