Leyenda negra: la política ensombrece la economía
La energía y la migración ofrecen a España una oportunidad histórica, pero los partidos se empeñan en enturbiar el horizonte


“La economía española sigue fuerte”. Hubo una época, hace unos 15 años, en la que era imposible encontrar una frase parecida en los informes del BCE, del FMI, de la Comisión Europea o de la miríada de casas de análisis que preferían la broma macabra de los PIGS o aquello del “Pain in Spain”. Pero exactamente así arranca el último informe del FMI: “La economía española sigue fuerte”. La inflación acaba de cerrar mayo en el 1,9% “por debajo pero cerca del 2%”, según el mantra del BCE. El PIB cerró el año pasado por encima del 3% sin burbujas a la vista. El mercado de trabajo creó medio millón de empleos en 2024 y ninguna de las centenares de miles de catástrofes vaticinadas en los últimos tiempos termina de cumplirse. (Mi armagedón favorito es “España va camino de un paro del 35%”, según aventuró el apocalíptico en jefe de la derecha; estamos en el 11% y a la baja).
En un tiempo eterno toda profecía termina por cumplirse, pero de momento más bien sucede lo contrario: la reforma laboral ha funcionado, la subida del salario mínimo no ha causado destrozos, los ERTE son quizá la mejor innovación de la política económica en décadas y por primera vez en la historia económica reciente se ha activado un círculo virtuoso que sale de unir la siguiente línea de puntos. Hecho: la economía crea empleo neto, incluso en sectores de alto valor añadido. Hecho: crece la productividad por hora. Hecho: los saldos exteriores de la balanza comercial son positivos. Y hecho: hay cierta recuperación del poder adquisitivo de los salarios. Busquen la última vez que esa constelación de hechos se redondeó como ahora.
¿Hay riesgos en el horizonte? Por supuesto que los hay. La deuda pública va a la baja pero es a todas luces excesiva: cuando llegue la próxima crisis, que llegará, España seguirá sufriendo por el flanco fiscal, por no haberse dotado de un colchón lo suficientemente mullido en tiempos de bonanza. El poder adquisitivo se recupera, pero las enormes pérdidas acumuladas en los últimos años dejan una sensación de malestar en amplias capas de la ciudadanía, que se ríen de los datos macro (piensen en los EE UU de Biden y su pleno empleo, y en la carcajada rabelaisiana que supone el vendaval de Trump). La vivienda, en parte vinculada al boom turístico, es quizá el mayor problema, con una capacidad de destrucción formidable: las empresas no invierten en determinadas zonas donde hay que pagar sueldos altos porque los precios inmobiliarios literalmente se comen la renta disponible; ese es el mayor motor de desasosiego de una generación de jóvenes que tiene la sensación de que solo llega a tiempo a las crisis. Hay desigualdad, hay un altísimo riesgo de pobreza, la tasa de paro sigue siendo socialmente insoportable.
Y, sin embargo, España está ante una oportunidad histórica para acercarse a los niveles de vida de los países punteros de Europa occidental, con una aceleración impresionante gracias a dos motores: las renovables (que proporcionan ventaja competitiva por el flanco de la energía por primera vez desde la Revolución Industrial) y el crecimiento demográfico vía migración. Eso, unido a los fondos europeos, explica buena parte del aventón de los datos macro. Explica también que la Bolsa española haya subido en torno a un 50% desde la puesta en marcha del denominado Gobierno Frankenstein. Y que los tipos de interés de la deuda española sean en estos momentos inferiores a los que paga Francia.
Pero esa es solo la primera parte de la historia. Entre los divinos ropajes de la economía se esconde siempre el coche escoba de la política. Y por el flanco político las noticias no son tan buenas.
“No existen dos Españas, sino una gobernada a veces por fanáticos”, dice un aforismo del último libro de José María Ridao, Cuadernos de Malakoff. Es ahí, en la ciénaga de la política, donde hay que buscar los agujeros negros y las debilidades de la actual posición de España: esa es la segunda parte de la historia, que convierte el azul del horizonte económico en un azuloscurocasinegro. Si un país no logra encontrar un camino hacia la renovación política e institucional, la permanencia de sus éxitos está en entredicho; y España está siempre a la búsqueda de nuevas trincheras. Se acabó el procés, que se ha ido apagando como una vela que se va comiendo la cera, y ni los indultos ni la amnistía fueron el apocalipsis, a pesar de los augures. El puzle del modelo federal sigue haciendo de España un perro verde, pero ese ya no es un riesgo existencial como lo era hace 10 años. El PSOE pactó con Sumar y tampoco se hundió el mundo a pesar de los cuatro ministros y de la vicepresidenta comunista, que como titular de Trabajo presenta una de las mejores hojas de servicios de los ministros del ramo en casi medio siglo de democracia. El 23-J dejó claro que la política moderna consiste en el noble arte de forjar coaliciones, y aquel Frankenstein “con terroristas y separatistas” tampoco ha acabado de romper nada, salvo que uno lea a un analista de la supuesta derecha liberal que acaba de vaticinar una guerra civil.
Hay un desgaste evidente y cada vez más acusado en el Ejecutivo, cercado por un puñado de casos de corrupción, entre los que por el momento solo se sostiene de veras el gravísimo relacionado con Ábalos. Y faltan muchas, muchas explicaciones por ese lado; más aún con un presidente que llegó al poder con un discurso anticorrupción tan contundente. Falta iniciativa: el Gobierno corre detrás de una liebre mecánica, como los galgos del canódromo. Faltan unos presupuestos, también, y una votación en el Congreso sobre el cambio en la política de defensa, que multiplica las sospechas de déficit democrático: las enormes dificultades para sacar adelante votaciones en sede parlamentaria son una mala coartada cuando cambia una política de Estado salvo que el cinismo haga pensar que la realpolitik está por encima de ese concepto que es la melancólica democracia parlamentaria. Y empieza a ser urgente una crisis de Gobierno, que La Moncloa querría retrasar hasta el congreso del PP si no fuera porque la citada falta de iniciativa empieza a ser uno de esos elefantes en la habitación que compiten con los dinosaurios del cuento de Monterroso.
¿Un Gobierno con riesgo de parálisis y una oposición despiadada es todo lo que puede ofrecer la política española? En lo alto de ese suflé hay una subida sostenida de la extrema derecha, que emponzoña el debate día tras día. Y acompañando a Vox, e influido por una ola conservadora que acerca a todo el centroderecha europeo al populismo ultra, el PP nos deleita con esa hipérbole del “democracia o mafia”. El partido de la Kitchen y de la Gürtel convocó una manifestación “contra la mafia” el mismo día que entraba en la cárcel el exsecretario de Estado de Seguridad de Rajoy y que el juez procesaba a la pareja de Isabel Díaz Ayuso, defraudador confeso. La “desaforada oposición”, en palabras de Michael Reid, no ha dudado en dañar la reputación de la economía española en Bruselas con análisis alternativos, a menudo fuera de foco, como mecanismo para llegar al poder a toda costa.
Y aún queda la guinda. El juez Manuel Marchena sostiene que el poder político “no ha superado la tentación de debilitar los mecanismos constitucionalmente concebidos para el control democrático de sus decisiones”. Traducción libre: la Justicia acusa a la Política de meter a la Democracia española en un cuarto oscuro. El flanco progresista de la carrera judicial, sin embargo, opina exactamente lo contrario: acusa a Marchena de ser una suerte de activista judicial contra el Ejecutivo y el legislativo. Le achaca haber actuado como mascarón de proa en los tribunales del aznarista “el que pueda hacer que haga”, al frente de un puñado de jueces togados que han llegado a manifestarse contra la amnistía en la puerta de los juzgados, y que se niegan a aplicar leyes, en un ejercicio de insumisión estupefaciente. La rebelión de las togas sigue ahí.
Así que sí: España ha engrasado su política económica, pero está como siempre en casi todo lo demás. Las cifras deslumbran, pero el edificio institucional está deteriorándose como una muela picada de caries. Estamos en pleno viaje político a ninguna parte y corremos el peligro de desaprovechar una oportunidad histórica. La Leyenda Negra (con su posmoderno correlato político) lo explica todo, una vez más. Siempre Ferlosio: “La nueva era, la vieja desventura”.
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